PEDRO CHACÓN-EL CORREO

  • El hecho de que el piloto de la Transición resida en un país no democrático pone en juego su legado y afecta a la Corona

Por cada día que pasa Juan Carlos I en Abu Dabi, la estatura política de Felipe VI disminuye. Hasta ahora la estancia del anterior rey en los Emiratos Árabes Unidos podía tener la excusa de la pandemia para suavizar su significado político. Pero una vez que hemos salido de ese episodio extraordinario y la Casa Real ha ratificado la residencia permanente allí del padre del jefe del Estado, Abu Dabi se ha convertido en una bomba de relojería para nuestra Monarquía.

Ya no se trata de recriminaciones como las que hemos oído con su primera visita a España: que si tenía que haber dado explicaciones por la última fase calamitosa de su reinado o que si tendría que presentarse con discreción, sin posar ante la prensa y sin confundir a la ciudadanía respecto de quién es el rey actual. Y todo ello, empujado por la inercia de nuestra izquierda y los nacionalismos, en el sentido de seguir horadando todo lo posible el desprestigio de la institución monárquica y con la añoranza de una Segunda República que, recordemos, no supo siquiera ni actuar en común para defenderse a sí misma.

Incluso ya es lo de menos por qué el rey Juan Carlos eligió Abu Dabi para poner tierra de por medio cuando salieron a la luz los problemas que llevaron a su abdicación, fuera lo del pleito abierto por Corinna Larsen en Londres o las vicisitudes fiscales de su fortuna. Por muy conveniente para él y cómoda que sea allí su existencia, es evidente que está solo y eso en una persona de 84 años y con problemas de movilidad debe de ser más duro todavía. Además, una vez que ya ha pasado el coronavirus y se impone el principio de realidad (Abu Dabi está a 5.600 kilómetros de Madrid y a diez horas y media de avión), se prevé que venga a menudo.

Pero es la estancia misma en Abu Dabi la que trae un problema político de altísimo calado y que trasciende todo lo demás. Porque, tras su abdicación en 2014, el rey Juan Carlos había podido preservar más o menos intacto su legado político como personaje clave e imprescindible de la Transición que trajo la democracia a España. Los evidentes errores de la parte final de su reinado no habían llegado a cuestionar el núcleo de esa significación política. Los enemigos de la Monarquía en España, que se aprestan a utilizar cada vuelta que realice a su país como munición contra la institución que representa ahora su hijo, tampoco hacían temer por la estabilidad de la Corona. De hecho, quienes le piden explicaciones son los primeros que tendrían que darlas ellos mismos. El Gobierno, por ejemplo: cuántas explicaciones tendría que dar por haber pactado con quienes no condenan el terrorismo o con los golpistas catalanes, o por haber roto la tradicional relación con Marruecos. ¿Da alguna? Es obvio que no.

Pero es que lo que se plantea ahora, al oficializarse la residencia permanente en Abu Dabi, es de una gravedad extrema. Simplemente por el lugar elegido para residir. Algo falla gravemente en la Monarquía si Felipe VI no ha comprendido lo que supone la estancia de su padre en Abu Dabi para su propia supervivencia política; el despropósito que significa que, ostentando el estatus de rey y simbolizando en todo el mundo el tránsito pacífico de la dictadura a la democracia, Juan Carlos I resida de manera estable en un país que no permite la legalización de partidos políticos, que no tiene elecciones libres y que reprime a la disidencia. Y ya no vamos a entrar en la estructura de su población, con una gran mayoría de inmigrantes, que hace que rijan dos regímenes jurídicos: uno para los sobrevenidos, en el que se contemplan ciertos derechos (divorcio, ingesta de alcohol) con el único objetivo de que sigan entrando y trabajando en el país, y otro para la población autóctona bajo la ley islámica (sharía), que, entre otros arcaísmos, mantiene la mayor desigualdad de género del mundo, tras Catar.

Que quien pilotó la Transición a la democracia en España quiera vivir en ese país «por razones personales» resulta no ya grotesco y ridículo, que también, sino impresentable e inaceptable, en términos políticos y también históricos, culturales y hasta morales. Ahora sí que su legado político está en juego y, con él, la continuidad de la Corona. Si no puede residir en la Zarzuela, que se le busque un sitio adecuado en España. Pero, sobre todo, por el bien de nuestro régimen monárquico constitucional, que deje de dilapidar su prestigio y, con ello, de poner en grave riesgo a la institución que representa.

Para los jeques multimillonarios que rigen un país donde la desigualdad entre ricos y pobres alcanza proporciones obscenas, mantener a Juan Carlos I ‘a cuerpo de rey’ o ponerle un jet privado de ida y vuelta a Sanxenxo resulta una bagatela. Pero para nosotros los españoles, en cambio, es de una vergüenza insoportable.