JAVIER ZARZALEJOS-EL CORREO

  • No hay que arrepentirse del esfuerzo de consenso que recoge el artículo 2 de la Constitución solo porque algunos lo desprecien y a la vez se aprovechen

Pero que los nacionalismos rechacen la Constitución, con nacionalidades y derechos históricos incluidos, no les ha impedido apurar todo lo que la Constitución ha ofrecido en términos de autogobierno. El juego es conocido y, desde luego, si se abriera la Constitución a su reforma somos muchos los que pensamos que esa trayectoria de los nacionalismos simplemente no podría pasarse por alto. Una razón más para que los que se sitúan en esa órbita rupturista del marco constitucional reflexionen sobre las consecuencias no deseadas por ellos que podrían obtener sus ambiciones revisionistas si llegaran a plantearse en un proceso de reforma constitucional.

Volviendo al asunto de las nacionalidades, el tiempo y el desarrollo constitucional han ido aplanando el perfil político del término. Por un lado, otras comunidades autónomas, además de Cataluña y el País Vasco, se han autocalificado como ‘nacionalidad’. Los niveles competenciales se han ido uniformando y, por otra parte, el Tribunal Constitucional ha precisado a los más imaginativos que el concepto de nacionalidad tal y como se inscribe en la Constitución no tiene un contenido jurídico-político que lo acerque a la titularidad de la soberanía. El único sujeto soberano es la nación española, en singular. Por tanto, la diferenciación en nítida: a la nación le corresponde la soberanía; a la nacionalidad, la autonomía. Precisamente la singularidad de la nación española impide hablar de España como Estado plurinacional. Un Estado con nacionalidades no es sinónimo de un Estado plurinacional.

El vuelo de la polémica sobre el concepto de nacionalidad debería ser de muy poco alcance. Desde luego, no da para que Ciudadanos, necesitado de oportunidades para hacerse ver, proponga una reforma constitucional para suprimir el término. Llama la atención que un partido que se ha reclamado heredero de la obra de Adolfo Suárez, comprometido con el pacto constitucional, se muestre tan incómodo con elementos centrales de ese pacto, y el acuerdo sobre el artículo 2 de la Constitución es uno de ellos. Además, seguro que a Ciudadanos no se le escapa que reformar el artículo 2 de la Constitución para eliminar el término ‘nacionalidades’ requeriría el procedimiento agravado de reforma que incluye aprobación por las Cortes, elecciones generales, ratificación por el nuevo Parlamento y referéndum.

Cuestión distinta es que no se propague el pensamiento confuso sobre esos conceptos básicos del orden político y constitucional. Una de esas expresiones del pensamiento confuso la ofreció en su día el expresidente Felipe González en un artículo compartido con la tristemente desaparecida Carme Chacón tras la sentencia del Estatut, en el que definía a Cataluña como una «nación sin Estado». Frente a ese constructo nacionalista que exhibe una supuesta orfandad estatal de nuestros nacionalismos, lo ajustado, lo real, lo existente de verdad es que Cataluña, más que una nación sin Estado, es una nacionalidad con autonomía porque los sentimientos identitarios legítimos pueden ser todo lo intensos que cada cual quiera, pero no adquieren carta de naturaleza soberana.

Reabrir polémicas como esta solo sirve para hacer el juego a las fuerzas rupturistas a las que todo el ruido sobre la Constitución les aprovecha, cuanto más, mejor. La deslealtad de los nacionalismos, entendiendo la lealtad en el sentido político que consagra la Constitución alemana, a quien retrata es a los desleales, no a quienes plasmaron en la Constitución un extraordinario esfuerzo político y una voluntad de consenso como nunca ha tenido nuestro país. El artículo 2 de la Constitución, también con su redacción complicada, forma parte de ese esfuerzo de acuerdo del que no hay que arrepentirse solo porque otros lo hayan despreciado, aprovechándose, eso, sí, del mejor periodo de libertad y pluralismo que España ha vivido.