Fue Enmanuel Macron quien, no hace mucho tiempo, creyó escribir el epitafio de la OTAN diciendo textualmente que la Alianza Atlántica se hallaba en «muerte cerebral». La invasión rusa de Ucrania el pasado febrero le ha devuelto a la vida, dando sentido al reto fundacional de la organización, que no es otro que el de asegurar la defensa de las democracias frente a todo tipo de tiranías. Putin ha logrado cambiar de plano las líneas maestras de la política exterior americana, desentendida de Europa desde la presidencia de Trump, haciendo que vuelva a interesarse de forma activa por el viejo continente, y ha logrado al mismo tiempo vencer la resistencia de unos europeos reacios a invertir una mayor proporción de su PIB en defensa. Si queremos seguridad, tendremos que pagárnosla. Gracias a Putin, una UE en horas bajas ha cobrado también un nuevo impulso que, más que al objetivo de la unión económica, deberá apuntar ahora a la garantía de la seguridad y la libertad colectivas. Javier Rupérez, embajador de España y patrono de la Fundación FAES, ha descrito la cumbre de Madrid como «un momento histórico que tendremos que recordar» porque, «en estos tiempos convulsos que vivimos, es importante recuperar el sentido de la seguridad de las democracias liberales».
El humo del incienso que a borbotones ha salido del botafumeiro madrileño no ha logrado, sin embargo, tapar las grietas que amenazan la unidad europea, tan artificialmente alabada estos días. En Italia, la ayuda militar a Kiev está causando graves tensiones en la coalición de Gobierno. Alemania, traumatizada aún por su dependencia energética de Rusia, sigue sin decidirse a enviar armas pesadas al teatro de operaciones, mientras, en Francia, un Macron muy debilitado ha visto crecer la presencia de los partidarios de Putin en la Asamblea Nacional tras las recientes Legislativas. El cansancio se advierte en muchas capitales. Las sanciones impuestas a Moscú están afectando seriamente al crecimiento, el Covid sigue campando a sus anchas y se anuncia un invierno donde las restricciones energéticas podrían poner en peligro la paz social. Para acabar de rematar la fiesta, la inflación empieza a hacer sentir sus efectos sobre el nivel de vida de millones de personas. ¿Está dispuesta, esta Europa en decadencia, a apostar fuerte por la victoria de Ucrania en la guerra? No lo parece. De modo que Madrid ha sido una fiesta, cierto, pero llega el momento de la verdad, la hora de afrontar los auténticos desafíos.
Se ha ido Biden y en Moncloa queda un Gobierno de coalición roto, que no funciona, y que ha renunciado a hincarle el diente a los problemas del país por una combinación de sectarismo e incapacidad técnica
¿Y qué papel ha jugado España en el aquelarre madrileño de la OTAN? El que puede jugar un país cuyo Gobierno tiene en su seno a enemigos declarados de la Alianza, simpatizantes al tiempo del criminal invasor de Ucrania. Naturalmente que los presidentes y primeros ministros reunidos esta semana en Madrid estaban al tanto de una circunstancia, más que llamativa escandalosa, según la cual Sánchez estará obligado a contar con el apoyo de la oposición de derechas para aprobar el aumento del gasto en Defensa comprometido en la cumbre, porque, más que fortalecer la Alianza, lo que a sus socios comunistas y separatistas les gustaría es dinamitarla. ¿Dónde se puede ir con semejante compañía? A ningún sitio excepto al ridículo. La cumbre de Madrid ha sido, por eso, la pasarela por la que nuestro bello presidente ha desfilado luciendo esos trajes a la medida que le confeccionan en el polígono Cobo Calleja de Fuenlabrada, el plató en el que Pedro y su elegante esposa han disfrutado de su minuto de gloria tras la desgracia de las elecciones andaluzas y las que te rondaré, morena. Una gran operación «Marca España» festoneada, para consumo interno, por la insuperable levedad de esta gente y su capacidad para causar vergüenza ajena: «La cumbre de Madrid, cuando lo miremos con perspectiva histórica, estará al nivel de la cumbre de Yalta o de la caída del muro de Berlín» (ministro Albares). El socialismo hispano y su querencia por los «acontecimientos históricos planetarios» que decía la impar Leire Pajín.
Y una nueva demostración de ese cierto paletismo, de esos complejos atávicos propios de gente poco viajada. Que España es un gran país no es necesario, a estas alturas, que venga ningún mandatario extranjero a contárnoslo. La nuestra es una economía de servicios acostumbrada a recibir anualmente a más de 80 millones de turistas, circunstancia que exige unas capacidades logísticas formidables. Si, además, a los almuerzos y cenas de rigor le pones el marco incomparable de algunos de los monumentos histórico-artísticos que pueblan el segundo país con más patrimonio cultural del planeta, y sobre fina porcelana sirves las creaciones de los chefs que hoy componen la que quizá es mejor gastronomía del mundo, el éxito está asegurado. Hasta el presidente Biden hizo ademán de quedarse, se supone que con derecho a rodear la cintura de Begoña y su vestido rojo de Pascuas a Ramos. Lo llamativo no es que BJ (Eton y Oxford, un respeto) se detuviera a admirar «Las tres Gracias», sino que mucho plumilla hispano haya descubierto ahora las maravillas del Prado. Y lo realmente difícil, lo extraordinario cabría decir, es que la cumbre y su intendencia hubieran resultado un fracaso cuando, además, has cerrado Madrid (papelón el del alcalde Almeida regulando al tráfico de la capital; viéndolas venir, Ayuso, más lista, se largó a Miami). Has bloqueado Madrid, has metido en el cuarto oscuro a los ministrines comunistas, que no han abierto la boca estos días, y has convertido a prensa y progresía de izquierdas en enfervorizados atlantistas de ocasión. Maravilloso.
Sánchez tiene por delante una prueba terrorífica: las elecciones autonómicas y municipales de mayo del 23, una cita tras la que el PSOE podría perder gran parte, si no todo, el poder territorial que le queda en favor del PP
Por desgracia para él, del formidable despliegue pirotécnico vivido esta semana solo quedan las cenizas a la altura del domingo 3 de julio. Los líderes mundiales se han ido y los españoles siguen prisioneros de Pedro y sus miserias. «Cuando Sánchez despertó, Podemos y el IPC todavía estaban allí…», escribía ayer aquí Alberto Pérez Giménez. El PP de Feijóo se ofrece a tirar del carro de los gastos en Defensa y además le felicita por el éxito de la cumbre y el miserable responde con el insulto. No tiene arreglo. Se van los líderes con su fanfarria y sobre la España arrasada por el sol queda un 10,2% de inflación en junio, un guarismo muy superior al de cualquiera de nuestros vecinos. El impacto sobre la intención de voto de la feria de las vanidades madrileña es cero o próximo a cero. Se ha ido Biden y en Moncloa queda un Gobierno de coalición roto, que no funciona, y que ha renunciado a hincarle el diente a los problemas del país por una combinación de sectarismo e incapacidad técnica. Un presidente del Gobierno que, si hoy se repitieran generales, seguramente no pasaría de los 80 escaños (23% de intención de voto, según encuestas que manejan en la propia Moncloa), con un PP que roza ya el 32% y un Vox más o menos estable, que lleva tiempo en cuarto menguante, como si no hubiera acabado de digerir el parón de Andalucía. Y más de 800.000 tradicionales votantes socialistas dispuestos a votar centro derecha.
Al margen de la respuesta que finalmente entregue a Bruselas sobre la reforma de las pensiones, y de los ejercicios malabares en torno a los PGE de 2023 (puede prorrogar los actuales), Sánchez tiene por delante una prueba terrorífica, un listón imposible de superar a tenor del estado de ánimo colectivo de hoy, un muro contra el que parece irremediablemente condenado a estrellarse: las elecciones autonómicas y municipales de mayo del 23, una cita tras la que el PSOE podría perder gran parte, si no todo, el poder territorial que le queda en Comunidades como Valencia, Castilla-La Mancha, Extremadura y Aragón en favor del PP o, en el caso de acuerdo entre las partes, de la suma PP-Vox. Una eventualidad que Su Sanchidad en modo alguno puede permitirse, por muy tentadora que sea la presidencia, segundo semestre de 23, de la UE. Imperativamente tiene que hacer algo, y ese algo apunta a hacer coincidir elecciones generales con autonómicas y municipales de mayo próximo. Una hoja de ruta con la que ya trabajan en el cuartel general del PP en Génova.
¿Qué podría salir de ese envite? Una especie de premio gordo de la lotería de Navidad consistente en que el PSOE lograra un escaño más que el PP, de modo que Pedro pudiera reclamar a su fiel Von der Layen el apoyo de Bruselas a un Gobierno socialista capaz de evitar la entrada de la extrema derecha en el Gobierno español. Embarcado en ese sueño imposible, alguien ha contado ya al oído de nuestro carismático líder la posibilidad de reeditar en España la «Vía Mélenchon» que tan buenos resultados ha proporcionado al líder de La Francia Insumisa en las recientes legislativas galas. En efecto, la coalición Nueva Unión Popular Ecológica y Social (NUPES), alianza que agrupa a euroescépticos y anticapitalistas de Jean-Luc Mélenchon con socialistas, comunistas y ecologistas, logró en la segunda vuelta, 19 de junio, de las legislativas galas hasta 131 escaños, convirtiéndose en la principal oposición a Macron en la Asamblea Nacional francesa. Como líder de ese Frente Amplio de la izquierda española, Sánchez trataría de agrupar en torno a un PSOE menguante los restos del naufragio de la extrema izquierda con la que hoy comparte poder, con la inenarrable Yolanda Díaz como futura vicepresidenta primera y banderín de enganche para comunistas, ecologistas y resto de «istas» periféricas salidas de ese volcán estatista y antiliberal que fue el Movimiento 15-M.
No será Europa quien nos libre de la pesadilla que desde junio de 2018 representa para España un descuidero de la política dispuesto a dejar por herencia una doble crisis, política y económica
Naturalmente que esto supondría el final del PSOE como marca histórica, un regalo que no pocos españoles reclaman de la providencia desde hace décadas. El Partido Socialista español terminaría sus días en el mismo cementerio donde reposan los restos del socialismo francés, el italiano o el griego. Por méritos propios. Reconozcamos, con todo, que la posibilidad de reeditar la «vía Mélenchon» tiene más de ejercicio teórico que de caso práctico. Demasiadas variables en juego. Muy profundas las diferencias en la tribu izquierdista. En este sentido, los fuegos artificiales con los que nos ha obsequiado la OTAN en Madrid podrían haber abierto a nuestro inmarcesible fanfarrón otras posibles salidas. Hay quien habla ya de la secretaría general de la organización que hoy ocupa el noruego Jens Stoltenberg, cuyo mandato expira en septiembre de 2023. Cuadran las fechas. Que nuestro Sánchez reúne las condiciones idóneas para tan alto destino nadie puede ponerlo en duda. Es socialista (como Stoltenberg), es guapo (más que Stoltenberg), viste bien, habla buen inglés, es un tipo de fiar que cumple su palabra y es tan brillante en la tribuna como en la preparación de un «paper», y para muestra basta el botón de su tesis doctoral. Y, justo es reconocerlo, se ha comportado como un perfecto maître a la hora de pedir la comanda durante la cumbre. ¡Oído cocina!
Crece día a día el número de gente con mando en plaza en el universo de la izquierda que se declara convencido de que el sujeto no encabezará las listas del PSOE en las próximas generales si no está convencido de ganarlas. Exceso de soberbia. De modo que haría coincidir generales con autonómicas y municipales y, montera en mano, se despediría de su distinguido público con tiempo suficiente para preparar su desembarco en Bruselas. Teniendo como representantes nada menos que a Jill y Joe Biden, aparentemente «in love» con nuestra pareja presidencial, pocas cimas se le pueden resistir a nuestro inabarcable Pedro. Y millones de españoles, desde la socialdemocracia clásica a la derecha conservadora, apoyarían con entusiasmo ese viaje. ¡Si tanto les gusta, llévenselo cuanto antes! Por suerte o desgracia, no será Europa quien nos libre de la pesadilla que desde junio de 2018 representa para España un descuidero de la política dispuesto a dejar por herencia una doble crisis, política y económica, de la que será muy difícil recuperarse. No será una Europa en sus horas más bajas, una Europa en coma inducido de pronto dispuesta a valerse, como el náufrago que flota a la deriva aferrado a los restos del palo de mesana, del abuelo Biden para subsistir. Será la ciudadanía española la que, con su voto en la urna, lo ponga en la calle a no tardar.