En un artículo (EL CORREO, 25-11-03), José Luis de la Granja -cualificado experto en historia del nacionalismo- advertía del retorno del primer y radical Sabino Arana a la ideología actual del nacionalismo. Alegaba como prueba la evolución del PNV en los últimos años. Esa evolución sería contradictoria, según él, con la última etapa del fundador del PNV, la mal llamada ‘etapa españolista’ en la que llegó a reclamar -se entiende que como apuesta táctico-estratégica dentro de un ideario independentista- una «autonomía lo más radical posible y dentro de la unidad del Estado español». Ciertamente, uno no ve la contradicción, habida cuenta de que la Propuesta de Estatuto Político del lehendakari Ibarretxe no es tampoco de independencia sino que, al igual que en la ‘etapa españolista’ de Arana, propugna una «comunidad vasca libremente asociada al Estado español» (artículo1).
¿Qué queda del legado de Sabino Arana en el nacionalismo histórico? Mucho, dice De la Granja. Con todo, no le atribuye al nacionalismo vasco los rasgos de integrismo o xenofobia del fundador del concepto patriótico vasco. ¿Algo ha mejorado en 100 años! Tampoco nadie le achaca veleidades autoritarias ajenas a las democracias al uso, si se tiene en cuenta que en la época de Primo de Rivera no chalaneó con la dictablanda como los socialistas, o que en la Guerra Civil se enfrentó al fascismo. En la Prensa y en la historiografía -y esto no va por De la Granja- suelen tener mejor suerte los conservadores. La parte más deplorable de su historia (etapas integrista, autoritaria, fascista…) no impide que se les homologue hoy como derecha democrática. Creo que el tributo de sangre ha contribuido a ello. Al socialismo le ocurre igual. Nadie le juzga al de hoy por el Pablo Iglesias o el Largo Caballero de ayer. Al parecer, nadie tiene historia, salvo el nacionalismo.
Para De la Granja, en cambio, sí sigue caracterizándole el «etnicismo», «la visión mitificada de la historia del pueblo vasco, el antagonismo maniqueo Euskadi/España y la concepción esencialista y patrimonial de Euskadi». Son las fórmulas al uso a las que se recurre, también desde hace un siglo, para una crítica, cómoda, de los nacionalismos vascos sin que, hagan lo que hagan, varíen los argumentos. No digo que no haya manifestaciones en algunos de los aspectos anteriores. Las hay, pero la crítica de De la Granja -por otra parte tan común en la historiografía progresista- no funciona del todo bien por dos razones. Una, por olvido del contrapeso y otra, por adelgazamiento.
Por contrapeso. Se pueden hacer, y no se hacen, casi las mismas críticas a las ideologías de derecha o de izquierda nacionalistas o patrióticas del ámbito español. O sea, tanto para el nacionalismo español de la derecha, en cuyo nombre y del ‘orden establecido’ hizo una guerra civil, como para el patriotismo socialista español, que no termina de entender eso de la plurinacionalidad y, por lo tanto, tampoco sabe concretar su supuesto federalismo, cayendo sistemáticamente en la españolidad con pinceladas autonomistas.
Salvando las distancias entre derecha e izquierda, comparten varias percepciones ideológicas aunque no talantes:
-Un ‘etnicismo’ vergonzante -no declarado pero ejercido- que sostiene su identidad étnico-cultural en la falacia de que es la común de todos los españoles, cuando lo es de sólo una parte y, desde luego, no se dice muy alto que el origen identitario de la nación española está en la etnia castellana y no en un contrato cívico entre iguales.
-Una ‘visión histórica mítica’ de España en la que no cuenta la historia de los pueblos o naciones que la conforman, sino sólo la historia de España, desde una cierta idea de España como Estado-nación, o sea, la historia de la construcción del Estado y que hizo configurarse a una de las naciones como dominante.
-Un ‘antagonismo maniqueo’ España/Euskadi (choque de proyectos nacionales en los siglos XIX y XX) resuelto en el proceso de construcción del Estado tanto impositivamente como desde el fácil asimilacionismo cultural y social de los hechos, siendo el remate perfecto que la soberanía resida en el pueblo español y que cualquier cosa importante de vascos la voten todos los españoles; o sea, el derecho de veto.
-Y, finalmente, la concepción ‘esencialista y patrimonial’ española tiene una muy larga historia (¿les suenan Viriato, Guzmán el Bueno o el traidor conde Don Julián vendido al moro?) que, en la actualidad, se expresa en el peligro vasco para ‘la unidad de España’, que como es ‘indisoluble no puede estar sujeta a voto popular alguno.
Por adelgazamiento. Conviene anotar, para evitar exageraciones, algunos cambios que se han producido en el nacionalismo en los últimos 30 años o que se están produciendo.
-El etnicismo está en el origen del nacionalismo defensivo vasco, pero parece superarse en buena medida en lo público. Otra cosa son las actitudes de más difícil erradicación que se constatan en el ámbito privado de sectores de base. Ciertamente es una desidia de los nacionalismos no haber educado en nuevos valores, los del patriotismo cívico y democrático, de singular éxito en Cataluña.
-Hoy, todo lo ‘identitario’ se vincula a la libertad personal, y son las reglas de las mayorías amplias las que fijan hasta ahora, vía consenso, los temas más sensibles (leyes de normalización y de educación) y desde dinámicas que son más de integración social que de asimilación. El concepto mismo de cultura vasca está ganando en complejidad y riqueza, como seguramente se comprobará en el Plan Vasco de Cultura. En el propio texto del lehendakari se concibe la lengua como un derecho y no como un deber, al contrario que en España. En este terreno hay más riesgos, por las prisas y cierto agonismo, en el nacionalismo radical que en el histórico.
-La ‘visión mítica de la historia vasca’ se ha superado, en parte, por razón de la homogenización universitaria metodológica y de fuentes, aunque los hechos casi siempre son interpretables. Su traslado al núcleo de la ideología es más lento. En la historiografía se comprueba que hay historiadores filonacionalistas vascos con un discurso tan científico como el de filonacionalistas españoles, o de no nacionalistas que tampoco dejan de tener identidades e ideologías definidas.
-Desde luego, el ‘antagonismo Euskadi-España’ -no como pueblos sino como proyectos y ámbitos políticos- no puede dejar de existir mientras el Estado no quiera resolverlo plurinacionalmente. Pero ése es sólo uno de los problemas a gestionar, y nadie ignora ya el conflicto interno, entre vascos, también a gestionar desde una comprensión plural de Euskadi, entendiendo que hay que construir el país juntos, y que se es vasco por vecindad estable y no por la lengua o la ideología.
-El ‘esencialismo’ está en desgaste en los nacionalismos. La legitimidad la cuelgan de los votos, de la democracia, y no de los ancestros. La cultura la entienden combinando recuperación de lo que una historia aciaga marginó y el ejercicio de mestizaje dentro de una libertad identitaria; y lo político la asumen como conflicto de proyectos resolubles por los votos, con compromiso de respeto a las minorías, que es lo que, de verdad, legitima a las mayorías.
Estos viajes se están haciendo colectivamente en la cultura política común, de todas las ideologías y no sólo en las nacionalistas vascas. Y de lo que no me cabe duda es de que el acoso de unos, o los argumentos no pedagógicos o demasiado rotundos de otros, no sirven como alforjas para el cambio ideológico sino para los oídos sordos mutuos. Un efecto del antinacionalismo militante impermeable y visceral -y no es el caso de De la Granja, que es un historiador serio- es que impide a los críticos renovar el repertorio y entrar en el meollo de las repertorios mejorables, que los hay en abundancia.
Ojalá dentro de unos años podamos decir que unos y otros conciben la nación -tanto la vasca como la española- como contrato, como resultado de un encuentro intercultural, como ejercicio del ‘demos’, como una ciudadanía inclusiva, que pasa porque el respeto de las minorías sea la legitimidad de las mayorías, y también como reparación -en el caso de la vasca- de los destrozos de una historia cultural e identitaria discriminada por el centralismo.
Ramón Zallo, catedrático de la UPV. EL CORREO, 23/12/2003