PEDRO GARCÍA CUARTANGO-ABC

  • Mejor dejar de recurrir al pasado como arma divisiva y buscar consensos para afrontar los graves problemas del presente

Decía Francesc de Carreras en estas páginas que la ley de Memoria Democrática es un intento de reescribir el pasado como arma política del presente. La norma que acaba de aprobar el Congreso supone efectivamente una revisión de la Transición mediante la creación de una comisión que deberá estudiar las violaciones de derechos hasta un año después de la llegada al poder de Felipe González, sugiriendo que en esa época hubo delitos que quedaron impunes porque la democracia era débil e imperfecta.

Es una falacia que cae por su propio peso, pero lo peor de la ley es su confeso propósito de establecer una verdad oficial sobre la Guerra Civil y el franquismo, como si el Estado tuviera la obligación de imponer una única memoria sobre el pasado. A mi juicio, esto no invalida algunos aspectos positivos de la iniciativa como la búsqueda activa de los militantes republicanos cuyos cadáveres siguen enterrados en las cunetas o la anulación de los juicios sumarios, sin garantía legal alguna, llevados a cabo en la etapa del general Franco, una medida simbólica pero justa.

La ley de Memoria Democrática, al igual que la anterior norma de Zapatero, parte de la confusión de tres conceptos que se superponen en uno, creando una peligrosa ficción sobre la que se desarrolla la polémica. El primero de los planos que polarizan este debate es el de la memoria individual, que es puramente personal en función de las ideas y de las vivencias de cada uno en relación a ese periodo histórico. El segundo de los planos es la contribución de los historiadores que han escrito y escriben sobre la época. Y el tercero es el de la verdad oficial que pretende imponerse sobre los dos sustratos anteriores.

La memoria nunca puede ser histórica porque no existe una conciencia colectiva ni nadie se puede arrogar el derecho de una interpretación exclusiva sobre el pasado. Si uno se toma la molestia de leer sobre la Revolución Francesa, queda perplejo sobre la disparidad de visiones sobre unos hechos acaecidos hace más de dos siglos. Sería ridículo que Macron quisiera zanjar la cuestión, atribuyéndose el derecho a establecer lo que tienen que pensar los franceses. Más bien el asunto está sujeto a la controversia entre historiadores.

Esto no significa que los hechos históricos sean relativos. No lo son. Lo que aconteció no se puede cambiar y es posible distinguir entre lo verdadero y lo falso. Pero eso no significa que todos tengamos que compartir la misma interpretación de los acontecimientos ni coincidir en los sentimientos que suscitan. En cierta medida, dado que la Guerra Civil acabó hace 83 años, la cuestión es ya más objeto de la investigación de los estudiosos que de la agenda política. Mejor dejar de recurrir al pasado como arma divisiva y buscar consensos para afrontar los graves problemas del presente.