PEDRO GARCÍA CUARTANGO-ABC

  • Siempre resulta más fácil hacer demagogia y propaganda que asumir el coste de políticas a largo plazo

Los pavorosos incendios de este verano, en el que ya han ardido 250.000 hectáreas en nuestro país, vuelven a plantear el viejo problema filosófico de si son evitables las catástrofes. El sentido común dicta que hay casos en los que los desastres son previsibles y que la acción humana podría impedirlos o paliar sus efectos. Pero existen también los llamados ‘cisnes negros’, término acuñado por Nassim Taleb, que sostiene que hay fenómenos que, por su naturaleza, son imprevisibles. Un ejemplo podría ser la aparición del coronavirus.

A finales de los años 50, el matematico francés René Thom acuñó la llamada ‘teoría de las catástrofes’, que, dicho de manera simplificada, consiste en que todos los sistemas complejos tienden a desestabilizarse. A partir de un determinado momento, el orden colapsa y se produce un caos que genera consecuencias desastrosas.

Extrapolado al presente, vivimos en una sociedad altamente compleja y sometida a un cambio acelerado, lo que acrecienta las posibilidades de una crisis económica, un desastre natural o un accidente aleatorio que altere nuestras vidas.

La pregunta es si los dirigentes que nos gobiernan poseen alicientes para adoptar medidas que eviten las catástrofes o, al menos, las que son más previsibles como esta oleada de incendios. Esto se lo planteó ya Henry Kissinger hace medio siglo cuando formuló una teoría sobre las decisiones políticas. Sostenía que cualquier gobernante se enfrenta al dilema de minimizar los riesgos con la esperanza de que no suceda nada malo o adoptar estrategias costosas para prevenir los peores escenarios.

Si opta por la primera opción, corre el peligro de una catástrofe que dañe su credibilidad y arruine su apoyo electoral. Será culpado de falta de previsión. Pero si elige la segunda y sus medidas sirven para evitar un mal, no tendrá ningún rédito político porque nadie valorará su capacidad de anticiparse a los acontecimientos.

Por tanto, concluye Kissinger, los gobernantes tienen más incentivos para no asumir riesgos, confiando en que no deberán enfrentarse al desastre. Si les sale bien la apuesta, no se verán obligados asumir el precio de medidas impopulares e incómodas. Por el contrario, si aciertan al prevenir el futuro no les servirá políticamente de nada.

El dilema del diplomático estadounidense sirve para iluminar el presente y entender por qué los políticos evitan enfrentarse a decisiones embarazosas como la reforma de las pensiones, un problema que ningún partido quiere afrontar porque supondría perder las elecciones. Tampoco hay alicientes para recortar el gasto público ya que ello comporta inevitablemente la pérdida de votos. Y así muchos ejemplos más que explican por qué siempre resulta más fácil hacer demagogia y propaganda que asumir el coste de políticas a largo plazo.