José Antonio Zarzalejos-El Confidencial
- El decreto-ley de ahorro energético debiera transformarse en un proyecto de ley urgente que restablezca el papel del Congreso y considere los intereses de todos los sectores afectados
El Congreso de los Diputados está al borde del colapso por la invasión del Gobierno que ejerce ‘de facto’ el poder legislativo a través de los reales decretos-leyes que la Constitución (artículo 86) contempla como una facultad gubernamental excepcional para dictar normas con rango de ley y vigencia temporal en caso de “extraordinaria urgencia”. Como el Tribunal Constitucional ha dejado a la subjetiva valoración del Consejo de Ministros la concurrencia de ese supuesto habilitante, el Ejecutivo de Pedro Sánchez, malentendiendo esta doctrina, es el que, en democracia y en menor tiempo de gestión, más decretos-leyes ha dictado, superando ya los 125.
La vigencia del decreto-ley se limita a 30 días, plazo máximo para su convalidación por el Congreso de los Diputados. De hecho, el Gabinete ha transaccionado habitualmente con sus socios independentistas y nacionalistas las convalidaciones con contraprestaciones ajenas a los contenidos normativos, comprando las voluntades de aquellos grupos que, al tiempo que obtienen beneficios exorbitantes por dar cobertura a esta excepcional forma de legislar, logran también deteriorar la separación de poderes y, al cabo, averiar el buen funcionamiento del Estado de derecho.
El Congreso no debería convalidar este jueves —aunque es muy posible que lo haga— el Real Decreto-ley 14/2022 sobre diversas materias, entre ellas, las de ahorro energético. Por el contrario, lo que procede es que su texto se transforme en un proyecto de ley que se tramitaría por el procedimiento de urgencia sin que cupiesen enmiendas de totalidad o devolución (artículo 151 del Reglamento del Congreso), pero sí parciales, para que la norma que se apruebe responda a todos los intereses en presencia después de un debate en la Cámara que representa la soberanía popular.
Carece de sentido que las medidas más polémicas (artículo 29), aunque sean necesarias, se declaren vigentes hasta noviembre de 2023, mediante una norma excepcional del Ejecutivo. No hay apenas precedentes de un decreto-ley que prolongue sus efectos a tan largo plazo (15 meses) cuando los condicionantes de sus previsiones pueden ser alterados por los acontecimientos, bien para endurecer las medidas (apagón nocturno, grados de calefacción y refrigeración), bien para suavizarlas. Las medidas de larga vigencia no son de “extraordinaria urgencia” sino que deben debatirse y aprobarse de forma ordinaria por el poder legislativo. prepotentemente unilateral por parte del Gobierno. No se consultó previamente a las comunidades autónomas, que son competentes en materia de comercio y sanciones; tampoco a los sindicatos, a pesar de que a los trabajadores les afectan normativas laborales que colisionan con las restricciones; no han sido escuchadas las patronales, aunque el ahorro energético afecta a la producción industrial; ni, en fin, se ha sondeado la opinión de las cámaras de Comercio, que representan intereses de compañías y autónomos cuyo negocio es la venta de mercancías en trato directo con los clientes en el ámbito de sus locales comerciales.
Tan cierta ha sido la unilateralidad gubernamental que la vicepresidenta tercera y ministra de Transición Ecológica y la de Industria mantuvieron una estéril reunión sectorial el pasado 8 de agosto con los consejeros competentes de las autonomías para explicar lo inexplicable. No se ha atendido ni una sola de sus sugerencias. El decreto-ley entró en vigor a los siete días naturales desde su publicación en el BOE del 2 de agosto pasado, en plena canícula. De tal manera que es perfectamente comprobable que los mandatos (en particular, el de grados de refrigeración) del artículo 29 de la norma se están incumpliendo sin que haya autoridad local, autonómica o central que haya impuesto sanciones que, por otra parte, resultan inútiles por desproporcionadas.
Las medidas de ahorro energético son necesarias, forman parte de un compromiso con la Unión Europea (reducción del 7% de consumo de gas), se deducen de una elemental solidaridad europea frente a Rusia y responden también a una lógica precaución estratégica. Pero corresponde aprobarlas al Congreso, previo debate y con posibilidad de enmendar un proyecto gubernamental.
Ante esta conversión del Congreso en un mercado de abastos y en una institución demediada, la presidenta de las Cortes Generales, Meritxell Batet, está defraudando hasta las expectativas más pesimistas. Ella debiera ser la voz de la conciencia del poder legislativo (al que representa, según el artículo 32 del Reglamento del Congreso) y advertir de que este camino que ha emprendido el Gobierno, y en el que persiste cada día con una mayor soberbia, destruye el sistema mucho más que la no renovación del Consejo General del Poder Judicial o del Tribunal Constitucional.
La distorsión a la que aboca el Gobierno el buen funcionamiento del sistema es tan evidente que afecta a la dignidad de los miembros del Congreso, sean del grupo que sean. Lo que está ocurriendo es peligroso. Demasiado peligroso, porque se parece a las prácticas de sistemas populistas e iliberales europeos que se denuestan por Sánchez y el PSOE, pero que el presidente y el partido imitan.