Esta distopía

jUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • «Familiarizados con las grandes distopías de la primera mitad del siglo XX, quizá puedan sus hijos encontrar en el presente las huellas de una ingeniería social desatada que exprime las nuevas tecnologías»

Llega un día en que se puede afirmar públicamente lo que todos sabían y callaban. Ocurre cuando el que habla primero es un medio respetado de la cultura hegemónica. De repente, un gran diario sectario de izquierdas –valga la redundancia– abordará a fondo, por ejemplo, el problema de la cantidad de energía contaminante que se necesita para fabricar y mantener activo un coche no contaminante. Bueno, no lo hará un solo medio porque estas cosas suelen venir coordinadas por el poder político, sobre todo en países tan serviles como el nuestro.

A partir de ese día se podrá tocar tan peliagudo asunto sin ser acusado de negacionista. Hasta ahí llega la naturaleza de lo hegemónico, hasta el ‘donde dije digo, digo Diego’. O mejor, hasta el ‘donde no dije nada, digo algo’. Todo por miedo reverencial a los que dictan el canon. Tan temible resulta apartarse de él que, ahora mismo, un columnista que trate la cuestión usada como ejemplo (la conocen todos, salvo que vivan en otro mundo) se sentirá obligado a aclarar su posición favorable a los coches eléctricos, no vaya nadie a confundirse con él. Se trata de un peaje que, personalmente, no estoy dispuesto a pagar. La verdad es la verdad, y su formulación es justa y necesaria más allá de lo que a uno le guste o le disguste. Sobre todo porque, bajo la coacción ambiental de la peste ‘woke‘, no hay certeza sobre la sinceridad de ningún discurso público.

La cultura hegemónica espera que suscribas cada una de sus causas fragmentarias, independientemente de lo que creas boca adentro, teclado adentro. Y ojito, porque los hegemones emitirán un certificado sobre ti: comprometido activista (grado máximo del bien), personaje concienciado (simpatizarán con tu obra aunque sea un truño), aceptable (al no constar tus afinidades, pues eludes los asuntos polémicos, se te supone del lado correcto), y negacionista (si matizas o discrepas del canon, aunque sea ligeramente). Creerás antes en el medio certificador que en lo que ven tus ojos, sienten tus carnes, sufre tu bolsillo o padece tu familia. Es la preeminencia absoluta de lo cordial sobre lo racional. Estamos en una distopía.

No una distopía entendida como género para series y películas. Una de verdad, sin tonterías, con elementos reconocibles de importantes obras literarias. Lo que confirma la extrema agudeza de Aldous Huxley y George Orwell. Las intuiciones de ambos británicos sobre el tejido moral y la organización social del hombre nuevo pueden atribuirse a causas diferentes que no son excluyentes. Primera: Orwell proyecta en ficciones más atinadas que cualquier ensayo de su época lo que ha aprendido sobre el estalinismo. Segunda: ambos poseen una poderosa capacidad de análisis y vierten en novelas lo que podrían desarrollar fuera del terreno artístico (aunque también lo hagan). Tercera: nunca hay que desdeñar la hipótesis de que la realidad imite al arte, desarrollada olímpicamente por Oscar Wilde en La decadencia de la mentira.

Si sus hijos han cumplido los quince años, le invito, lector, a que ponga en sus manos cuanto antes ‘1984’ y ‘Un mundo feliz’. Y si pasa de los dieciocho, también la citada obrita de Wilde. El diminutivo es por la extensión; estamos ante una obra maestra. Si no lo hace usted no lo hará nadie cuando toca, que es ahora. Acabo de ver uno de esos vídeos que circulan por las redes donde se les pregunta a unos jóvenes de diecisiete o dieciocho años quién es Quevedo. «Un cantante», responden todos. ¿Y antes del cantante, quién era Quevedo?, insiste el entrevistador. La mayoría responde que era un pintor. Advertidos de que se trata de un literato, se les invita a situarlo en alguna generación. «¡La del 27!», salta uno a quien al menos le suena lo de las generaciones literarias. Los otros no saben siquiera qué demonios significa la pregunta. Recordemos: en España la educación es obligatoria hasta los 16 años, y cuatro de cada cinco siguen estudiando después de esa edad. Ergo todos los que aparecen en el vídeo han sido escolarizados. Mi hipótesis acerca de esta catástrofe española es que la mayoría de docentes no conocen apenas a Quevedo. En todo caso, no lo bastante para explicarlo en clase.

Familiarizados con las grandes distopías de la primera mitad del siglo XX, quizá puedan sus hijos encontrar en el presente las huellas de una ingeniería social desatada que exprime las nuevas tecnologías. Quizá vislumbren formas de dominio a través de una neolengua, distingan una policía del pensamiento, sospechen que existe algo semejante a un Ministerio de la Verdad, colijan que las consignas invierten los veros significados, comprendan que la historia se está reinventando desde el Estado, se den cuenta de que no tienen intimidad.

Familiarizados, quizá se huelan que pronto los años no se contarán antes o después de Cristo sino de Bill Gates (Ford les cae lejos). Que se viene una especie de Estado mundial, que piensan determinarte desde el nacimiento, que igual el Gran Controlador se llamará Mustafá, que se vigila estrictamente la natalidad, desvinculada del acto sexual. Que aspiran a introducirse en tu sueño para que sirva también a tu adaptación. Que no puedes ser feliz siendo libre y que ser diferente te puede destruir. Cierto es que Huxley no acierta con la explosión identitaria y emocional que acompaña a la Utopía contemporánea (la utopía siempre es distopía), pero tampoco se trata de considerarlo un profeta. Ni de ver conspiraciones. La realidad es infinitamente compleja; lo que a veces se puede reconocer son las tendencias, y esta de la pérdida paulatina de libertad en las democracias liberales está bastante clara.