De tanto abominar del integrismo español, los caballeros de Guernica han terminado pareciéndose a él. Como sucedía con el catolicismo en la época de la Inquisición, como sucedía en tiempos de Franco, el nacionalismo que se construye en el País Vasco no se considera la opción de una parte de la ciudadanía, sino la única fe y forma de ser.
«Sería la del alba», dice Cervantes que fue cuando Don Quijote salió al camino. «Sería», sugiere Cervantes, con ese clarear sonámbulo, que da la certeza del tiempo y de la luz, y la incerteza de lo que luz y tiempo van a traer. «Sería la del alba» , podría decirse también que es cuando los del PNV han salido al camino «faciendo entuertos».
Lejos del alba, de su ir a desbordarse y su ir a ocultarse en un horizonte semisoñado, de su búsqueda de paladines y formas del pasado, desaparecen las equivalencias entre el caballero de la Triste Figura y los rancios caballeros del árbol de Guernica. Comparar a unos y otro sería disminuir a don Quijote, quitarle la melancolía y su yo plural, dejarle sólo con su Dulcinea y sus gigantes. La locura de don Quijote es Renacimiento, sabiduría, aquella sabiduría que Erasmo, en su Elogio de la locura, alabó en su amigo Tomás Moro. La locura de don Sabino Arana y sus escuderos no es sino alucinación de lo absoluto. Don Quijote cabalga enamorado de la dignidad, de la libertad, en las que la vida y el ser humano concreto tienen sus raíces primordiales. Sabino Arana y sus escuderos lo hacen hechizados por el canto atávico y milenario de la tierra. Sabino Arana dice: detrás de mí vendrá el pueblo. Luego sus Sanchos del siglo XXI, envueltos en un ambiente de profecía, le completan, subrayando: y detrás del pueblo el que pueda.
Dicen «detrás del pueblo». Lo subrayan con el sabor de lo absoluto fermentado en la boca, y con la tumba al hombro comienzan a errar sin término por la senda de las odas, las banderas, los desfiles, las fronteras imaginarias… Todo eso que desvanece al individuo de rostro concreto, real, en el ruido y la furia de lo colectivo, todo aquello que llena de raíces el odio incivil, que siembra de quimeras el revólver del fanático.
Los nacionalistas vascos no salen a la del alba en busca, como dicen, de la libertad y el progreso: si es necesario, si su utopía comunitaria lo precisa no dudan en sacrificar ambos. Los nacionalistas vascos son una reminiscencia muy curiosa de finales del siglo XIX, de la mentalidad de aquella época. La nación que piensan construir no es una nación moderna, una nación fundada en la unión de individuos que se conocen y se reconocen, que se amparan en leyes, que conviven, y no solo cohabitan ceñudamente. La nación que piensan construir no es la gran nación de ciudadanos que un día de 1812 soñara Argüelles sino la romántica, integrista, mística, falsificada y esencial del tradicionalismo.
La nación que profetizan se construye sobre el olvido y sobre el error histórico porque, por mucho que se muevan entre el casino de la aldea y las chimeneas del Nervión, los nacionalistas paradójicamente, son los más contrarios a la tradición de su tierra , que está tallada de cruce, mezcla y colaboración con los castellanos en la forja del reino de Castilla, del cual nunca quisieron desgajarse los «vizcaínos». Sabino Arana empujó a muchos a negar o, al menos, a minimizar la influencia de los vascos en el itinerario y grandeza de España, pero aquella constelación de correspondencias trasatlánticas que se hizo ciudadana en 1812 sería ininteligible sin ese manantial de los López de Haro, Lope de Ayala, Elcano, Loyola, Legazpi, Garay, Peñaflorida, Unamuno o Zuloaga.
No hay libertad, no puede haberla en esa nación que aseguran instalada en la historia desde miles de años atrás. Libertad sólo la entienden los nacionalistas vascos a la manera de aquel personaje de Galdós que sostenía, sin pestañear, que «todos los españoles debían abrazar la bandera de la libertad y admitir los progresos del siglo… y si no todos desean entrar por este camino, los rebeldes deben ser convencidos a palos, para lo cual convendría que los libres se armen, formando una milicia».
Los caballeros del árbol de Guernica tienen mucho de este personaje literario con el que Galdós vislumbró el modo en que las tendencias autoritarias, recubiertas de opiniones liberales o democráticas, iban a entrar en el siglo XX. La libertad, para ellos, existe sólo en cuanto pueblo, y si el individuo concreto, real, no tiene a bien entrar por ese camino se le convence a base de autos de fe. Los yos tradicionalistas han cambiado de hábito, no de alma: ya no intimidan al adversario con los herrumbrosos silogismos de la escolástica, sino con la dialéctica que late en la Tierra y los Muertos. Nuevas quimeras les sorben el seso, pero les siguen fascinando las cadenas. Saltan de la Inquisición al Comité de Salud Pública sin cambiar de sitio.
Lo grave, sin embargo, no es que el nuevo absolutismo de la esencias étnicas cabalgue por las llanuras periféricas: el tradicionalismo cecijunto y clerical siempre tuvo su castillo en aquella tierra. Lo grave es que este nacionalismo arcaico e irracional haya terminado cuajando en algunos sectores como algo amable y hasta simpático. Lo grave es que el País Vasco se haya visto muchas veces como la tierra de la modernidad, de la apertura a Europa, del entendimiento y el diálogo, y España, de cuya entraña brota a comienzos del siglo XIX la palabra liberal, se haya reducido a una tierra soberbia y decadente, refugio de conquistadores, militares y fascistas de garrote. Lo grave es que en esta fantasiosa tierra llamada España, en esta tierra medio urna medio hoguera, todos pueden dejar de ser españoles de la noche a la mañana, por revelación divina o por elucubraciones a lo Lenin, pero por el momento es imposible dejar de ser vasco, catalán, gallego… Lo grave es que, cómodos por las leyendas negras, los nacionalistas vascos hablan de Estado libre asociado, como quien perdona la vida a España, como si en esa libre asociación tuvieran los demás españoles que agradecerles algo, como si con su adhesión llevaran a la Castilla de sus fantasías, la Castilla mística y guerrera, tirana de los territorios con verdadera identidad, el fuego del progreso y la democracia.
Curiosa democracia la suya que consiste en que medio País Vasco encierre en su laberinto étnico al otro medio. Libertad no la hay en la voz de estos caballeros del árbol de Guernica. La libertad se vuelve tiranía cuando se pretende imponer a los otros, cuando no parte del individuo y alcanza al resto de los individuos. Después de que los bolcheviques disolvieran la Asamblea Constituyente rusa en nombre de la libertad, Rosa Luxemburgo dijo: «La libertad de opinión es siempre la libertad de aquél que no piensa como nosotros». La libertad, que comienza por ser la afirmación de mi singularidad, se resuelve, no en la simple tolerancia, sino en el reconocimiento del otro y de los otros: su libertad es condición de la mía.
De tanto abominar del integrismo español, los caballeros de Guernica han terminado pareciéndose a él. Como sucedía con el catolicismo en la época de la Inquisición, como sucedía en tiempos de Franco, el nacionalismo que se construye en el País Vasco no se considera la opción de una parte de la ciudadanía, sino la única fe y forma de ser. Cuestionar esa «Euskadi» atávica y milenaria que surca el discurso de Ibarretxe, cuestionar la conveniencia de empezar a construir un Estado nacional en el siglo XXI, cuestionar la modernidad de ese proyecto decimonónico, no significa no tener una opinión nacionalista, sino convertirse en un hereje, transformase en un apátrida, habitar, en fin, esa anti-Euskadi creada a imagen y semejanza de aquella anti-España de fúnebre recuerdo.
Toda esa teología de la historia, toda esa obnubilación en marcha, todo ese mito de lo absoluto, todo ese cruce entre tradición oral y profecía, huele demasiado a hoguera y a novela de caballería como para tomársela en serio en el siglo XXI de lo tecnológico, lo urbano y lo mestizo. El problema es que la creación de un Estado nacional sobre la añoranza, sobre el rechazo del otro, sobre el exilio de quien no piensa igual que la comunidad sigue teniendo eco en algunas regiones de España. Quizá, después de tantos años de aldeanizar España, todo esté ya perdido. O quizá, hoy, más que nunca, haya que seguir reivindicando la trinidad laica -razón, individuo, sentido universal- sobre la que Thomas Mann llamaba a construir la dignidad de ser alemán tras la barbarie del holocausto.
Fernando García de Córtazar, catedrático de Historia contemporánea en la Universidad de Deusto. ABC, 31/10/2003