Humo y espejos

IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El liderazgo simbólico de Isabel II atravesó crisis y conflictos apoyado en el prestigio moral de un legado de siglos

Empezó entre los escombros del imperio y acabó con el Brexit, la salida del marco europeo. La historia del reinado de Isabel II se mece en el eterno ‘ritornello’ británico entre la apertura y el aislamiento, un ballet político y social en el que ella ha sido el anclaje moral de su nación, un símbolo de apariencia inmune al tiempo en que sucedían dieciséis jefes de Gobierno. Ése es el valor esencial de la corona de San Eduardo más allá de la liturgia de humo y espejos, el «espectáculo teatral» (Walter Bagehot) de pompa, de blasón y de misterio con que la asolerada monarquía anglosajona cultiva la fascinación ritual del pueblo. Ése y la encarnación humana, personal, de la unidad y la estabilidad del Reino, zarandeada periódicamente por la tensión nacionalista y el desafío de los referendos. Una vez, allá por 2007, la soberana plantó a la fotógrafa americana Annie Leibovitz por sugerirle que posara «informalmente» con el manto y el cetro. Los blandió con orgullo y le preguntó a la artista con un rictus de desprecio: «¿Usted qué se cree que es esto?». De carácter poco dotado para la emocionalidad, siempre consideró preferible inspirar respeto aunque fuese en detrimento de la empatía que exige a la realeza el paradigma moderno. Así ha muerto, mayestática, digna, inadaptable, leal hasta el último momento al mandato de responsabilidad, decoro y entrega que recibió de María de Teck al fallecer Jorge VI.

Obligada por la Historia a atravesar gravísimas crisis nacionales y familiares, supo acudir al rescate de la reputación del país cuando la incompetencia de las élites sembraba la desconfianza. Logró sobreponerse a la liviandad insensata de sus vástagos, a la quiebra de la hegemonía diplomática, incluso al desgaste de imagen que le acarreó su hierática reacción al accidente mortal de la princesa Diana. A las contrariedades y los fracasos individuales y colectivos enfrentó la legitimidad de un liderazgo intangible asentado sobre el prestigio de una herencia de siglos: el de una autoridad sin poderes, neutral, discreta, garantía de cohesión y equilibrio, invulnerable al ruido y la furia de los conflictos políticos. Una estructura de fondo, blindada contra contingencias y cambios, establecida sobre la memoria del pasado como referencia simbólica de continuidad en el imaginario de los ciudadanos. Un legado dinástico fruto de un pacto voluntario de soberanía para preservar la consistencia del Estado, un valor de seguridad a salvo del relativismo contemporáneo. Nadie mejor que ella ha representado en los últimos setenta años la esencia del sistema monárquico parlamentario. El mito cívico de Gran Bretaña está hoy demediado, tan autodestruido como el espíritu de resistencia y grandeza churchilliano. El mérito de The Queen, la reina eterna, consiste en haberlo sostenido a base de jerarquía y rango.