JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC
- «La afición a autolesionarse de la burguesía catalana (ese fantasma) constituye un rasgo patológico. Sin embargo, gente cabal que piensa en el bien común de España sigue cayendo seducida por la palabrería envolvente de un puñado de zafios clasistas, por la insufrible suficiencia de estos vendedores de burras»
Como era de esperar, las autoridades catalanas no cumplen, ni cumplirán de grado, la sentencia firme sobre el uso del castellano como lengua vehicular. Esa cosa tan discreta del 25 por ciento, para no molestar. Tan discreta que uno se plantea si no sería mejor exigir el 75 por ciento a modo de experimento, a ver qué pasa. Este desacato con recochineo no puede sorprender a nadie. Y menos que a nadie, a quienes hemos conocido de cerca la obstinada y autocomplaciente estupidez del nacionalismo catalán. Eso sí es una inmersión, y lo demás son tonterías. Una inmersión moral y psicológica de alto riesgo.
La Cataluña oficial no disimula cuando se sitúa fuera de la ley, que es cada día. Opta por la arrogancia, se jacta de su condición asilvestrada, anticipa sus próximas visitas al lado salvaje mientras unos medios de unanimidad norcoreana normalizan cualquier aberración. La España prudente se ha empeñado en desconocer este fenómeno tan poco europeo, tan desaseado. Por alguna razón que excede las conveniencias electorales, otrora comprensibles (pero poco), prefieren contemplar Cataluña a través del caleidoscopio monocolor y trucado de las veinte familias. Por eso no la ven como realmente es: muy diversa y carente de pluralismo.
La afición a autolesionarse de la burguesía catalana (ese fantasma) constituye un rasgo patológico. Sin embargo, gente cabal que piensa en el bien común de España sigue cayendo seducida por la palabrería envolvente de un puñado de zafios clasistas, por la insufrible suficiencia de unos vendedores de burras cuyo prestigio –incomprensible para quienes conocemos el percal– quizá se explique por el abismo que separa a las dos élites. En la planta noble de Génova, por ejemplo, tomarán por exotismo lo que no es sino pulsión destructiva. Una que empieza por los propios insurgentes con corbata. Como los ven riquísimos, los creen listísimos. Parecen primarios, se dicen, pero seguro que bajo la aparente tosquedad laten espíritus sofisticados. Quizá traduzcan del catalán al hablar español y por eso no acabamos de entenderlos. Nada más lejos de la realidad. Primero, el catalán es lengua riquísima de incontables matices. Segundo, los que siempre se salen con la suya (aquí no está ERC) estudiaron en español. Y sus hijos en tres idiomas, la inmersión es para los pobres.
La inmersión blinda a los hijos de los catalanes de verdad (hay un etnicismo y un supremacismo latente que negarán) de la competencia en casa. Y eso se consigue manteniendo en un analfabetismo funcional y bilingüe a los que salen de la escuela pública o concertada. Que ese proteccionismo infame lo impulsara en su día la izquierda so capa de ‘integración’ es un sarcasmo sangrante. Aunque nadie lo recuerde, lo que vendía el nacionalismo catalán en el tardofranquismo y en la democracia primera era la educación en lengua materna. Estamos en 1978; esto dice Ramon Trias Fargas en el Congreso de los Diputados: «Lo que nosotros proponemos es precisamente la enseñanza en la lengua materna, bien sea catalán o castellano». Y también: «Resulta claro que el trauma que siempre entraña el paso de la familia a la escuela aumenta extraordinariamente cuando se complica con el paso de un idioma a otro». Y también: «Además de un derecho humano, me parece claro que el idioma, la lengua materna, es un requisito pedagógico importante». ¿No recuerdan a Trias Fragas? Fue un economista eminente que presidió Convergència Democràtica de Catalunya de 1979 a 1989. De la lengua materna nada más se supo. El famoso ‘modelo catalán’ es una rareza autoritaria sin parangón en el mundo. Se extiende ya al horario no lectivo y alcanza al profesorado en sus comunicaciones.
Hoy Convergència no existe. Ha sido sustituida por una partida intratable consagrada a la generación de conflictos y a la permanente confrontación con el Estado, al que buscan destruir. En una pirueta del destino, se hace más fácil negociar con ERC, independentistas de toda la vida, que con los tradicionales representantes de aquella burguesía fantasmal. Sin embargo, es en los círculos más peligrosos donde el centroderecha español se provee de visiones e interpretaciones sobre Cataluña. Aznar y Rajoy lo hicieron porque creían en la existencia de espacios posibles de negociación, aún bajo los efectos de la leyenda Pujol. Que se siga tropezando con la misma piedra a estas alturas solo responde a la convicción de que la gente importante de Barcelona, empezando por los dueños de los medios privados, no puede estar cavando su tumba reputacional y empresarial. La derecha respeta demasiado el dinero y le supone sentido común a sus poseedores.
Por eso creen que se pierden los matices por culpa de malentendidos subsanables. Por eso son los sensatos quienes se sienten inseguros en el cara a cara. Está el engreimiento de los periodistas catalanes sin lecturas ni ironía, está esa familiaridad de tenderos espabilados que se gastan los montaraces jefes de las patronales. Y está la dificultad que ha supuesto para personas como Aznar, Rajoy, Casado o Feijóo admitir lo obvio: hay individuos con muchos intereses a defender que ni se parecen a ellos ni son como ellos en nada, y que buscan el conflicto irresoluble. Ciegamente, la élite que habita las ruinas de la enorme estafa convergente se autolesiona con tal de joder. Que de paso hayan reventado cualquier posibilidad de volver a ser una sociedad libre y avanzada, como fue Cataluña antes de Pujol, no es solo responsabilidad de los nacionalistas enloquecidos y los interlocutores capitalinos que se los toman en serio. Para lograr eso ha sido indispensable el PSC.