Miquel Escudero-El Imparcial

Jueves 15 de septiembre de 202219:22h

Suelo leer cada libro que publica Albert Boadella. Le leo con interés y gusto, es un magnífico escritor y sabe ser divertido. De su reciente El Duque recuerdo con deleite algunas de sus anécdotas, narradas con particular gracia. Pero es bien sabido que Boadella es, sobre todo, un hombre de teatro; tanto actor como director. Fundó la gran compañía ‘Els Joglars’ en 1961, y medio siglo después, en 2012, se retiró y la dejó en buenas manos.

Admiro no sólo su ingenio e ironía, sino también su valentía al expresarse; una cualidad poco habitual. Sin embargo, he leído con desagrado su último libro Joven, no me cabree (Edcs. B). Mis simpatías por uno de los fundadores de Ciutadans no son incondicionales, nunca deben serlo. No soy ‘carne de obediencia sentimental’ y, al igual que el propio juglar, rechazo ejercer de público dócil y domesticado de quien sea.

Se trata de un guión teatral con sólo dos actores. Un director retirado recibe en su casa a un doctorando que ha pedido hablar con él. El director corrige al joven sus lugares comunes con una aspereza continua y creciente. No le deja pasar una y aprovecha cada instante para cargar contra la ola de infantilismo progresista que nos cubre.

‘En ustedes todo está prejuzgado’, le dice, poniéndole en el saco de las mentes parasitarias. La progresía como producto de una sociedad consentida, donde la universidad es hoy “un escarnio a sus esencias”. Boadella habla de cretinos perseverantes, de confusión y de pereza mental. De tipos con la vanidad de pretender que sus ocurrencias y simplezas ya están en el camino de la verdad indiscutible. Y que son incapaces de hacerse cargo de razonamientos opuestos a los suyos y que recurren de inmediato a las descalificaciones e insultos.

“Ustedes –le dice al progre, que es un tipo educado, perseverante y un poco lelo- viven en un oscurantismo izquierdoso en que sólo ven fantasmas y contubernios machistas, conservadores, explotadores y fascistas. Están anclados en una sempiterna adolescencia”.

Tiene razones para decir lo que dice. ¿Qué es, entonces, lo que me ha enojado de este libro, hasta el punto de estar tentado varias veces en dejarlo tirado por ahí? Sin lugar a dudas, el tono empleado, suficiente y hostil. Me aburre y me incomoda esa manera de relacionarse. Y lo que me frenó a abandonar la lectura fue la confianza anteriormente depositada y la curiosidad de no perderme un desenlace asombroso; no creo que fuera por masoquismo.

El primer día, el director recibió al universitario yendo al grano: “Vayamos a lo concreto. ¿Qué espera usted de mí?”. Generoso con su tiempo, el director acabaría reconociendo al final de estos diálogos nada socráticos (pues el método seguido no es de mayéutica) que el joven es “el único que me ha escuchado”. Si realmente fue así, es porque logró superar el desdén y la impertinencia con que el director le escarneció.

Sucede que el tono empleado por el maestro con el alumno es abrumador e insultante. Se dirá que acaso ese tono fue mano de santo para la ‘conversión’ del joven, al enfrentarle a un espejo con etiquetas rotundas y desagradables. Pero, de hecho, asistimos a una exhibición de sentencias irrefutables y pretenciosas, trufadas con pésimos modos.

Es indudable que siempre hay que contar con las opiniones antagónicas y no temer que se pongan en tela de juicio nuestras creencias. ¿Pero dan, unos y otros, el nivel intelectual y moral adecuados para la conveniente función crítica?

Bien sé que el gran Boadella sabe mucho más que yo en una serie de cosas, y que el arte es uno solo con distintas artesanías. Pero su tono empleado aquí me aleja de forma radical y me asquea. No digamos cuando llego a leer que:

“Está comprobado científicamente que los mimos a los animales les reducen el cerebro. Lo mismo les sucede a las personas”.

Absolutamente falso y contrario a la realidad, me responde mi veterinario de cabecera: esos mimos reducen la presión sanguínea y mejoran nuestra ansiedad. Pero Albert Boadella no aporta las pruebas científicas que anuncia. Mi amigo veterinario, de fuertes y sólidas convicciones ciudadanas, no puede pasar por ahí. Yo tampoco.

Y, de remate, ¿qué decir de conceder la presidencia de Tabarnia a Ayuso? No en mi nombre. El buen juglar, anterior presidente tabarnés, la agasaja con extraviado entusiasmo. ¿Qué precio tienen estas patochadas, cuánto se da por ellas?