MIQUEL ESCUDERO-El Correo

  • Un diagnóstico psiquiátrico no debe conducir a la exclusión

Finlandia, el país de los mil lagos, tiene una región con bosques exuberantes y lagos helados que se extiende por otros países como Noruega, Suecia y Rusia. Se trata de Laponia, cuyo idioma particular es el sami (que ha exportado la palabra ‘tundra’: terreno abierto y llano, de clima muy frío y subsuelo helado). Pues bien, en la Laponia finlandesa hay establecida una meritoria práctica de trabajo para tratar psicosis, como la esquizofrenia, que elude lo máximo posible la medicación y la ingesta de neurolépticos. El estadounidense Daniel Mackler ha editado varios documentales sobre el malestar psíquico, y en uno de ellos, ‘Diálogo abierto’, entrevista a un equipo psiquiátrico finés que sigue este procedimiento.

Se trata de establecer una red social de atención y escucha en una clínica psiquiátrica externa. Como nunca sabes qué puede venir de un teléfono, saben que lo han de coger. Los pacientes -dicen estos terapeutas- nos permiten visitar sus vidas, pero no somos los visitantes más importantes. Lo que nos corresponde, continúan, es observar y escuchar, en la idea de entender mejor su realidad, de modo que se genere diálogo antes que dar de inmediato con soluciones.

En busca de una conexión en ambos sentidos, se concede un rol activo a los familiares del paciente para intentar explicar las experiencias que son etiquetadas como psicóticas. Es básico que cada cual se pueda expresar con libertad, hablar de todo y mostrar sus opiniones y sentimientos reales, sin descalificaciones automáticas. Y lograr dar así con un refugio seguro.

En esta línea de actuación, se constituyó en Barcelona hace unos veinte años como asociación la emisora Radio Nikosia. Se presenta como «un medio de comunicación concebido como servicio público y social, abierto a toda la comunidad», que pretende aportar bienestar y dar acogida a las personas con trastornos de salud mental. Su actual presidente es Marcos Obregón, un licenciado en Filología Hispánica que trabajaba como corrector en una importante editorial hasta que padeció una crisis seria de salud mental, tras la que fue diagnosticado como bipolar. Dotado de dignidad y de coraje, talento y capacidad comunicativa, ha escrito ‘Contra el diagnóstico’ (Rosamerón), un libro donde se rebela contra el estigma de llevar a cuestas un diagnóstico psiquiátrico y contra el ocultamiento que este pueda suponer de la condición de persona de todo ser humano.

Él finge formar parte de la sociedad en las mismas condiciones que cualquiera, pero desde que le diagnosticaron ese trastorno se ha sentido apartado y ha percibido recelos, cuando no condescendencia y paternalismo. Ante la innegable fragilidad de un enfermo, con un sufrimiento en el que intervenir, la identidad del paciente no debería representar la exclusión y la marca de la locura. Además, un diagnóstico no siempre es definitivo y no pocas veces es dudoso. Los hombres no pueden ser sustituidos por un catálogo de síntomas a extirpar. El miedo, la angustia y la soledad no se resuelven de un día para otro, pero la solución que necesita el enfermo corre prisa. Por de pronto hay que ampliar una tolerancia adecuada, tanto a lo normal como a lo que no lo es.

Obregón ve el delirio como un intento de reconstruir las ruinas del derrumbe y agarrarse a una pequeña conexión con la vida. Él sabe el valor de no estar supeditados a una vida de descrédito. Y el daño que hace el verse relegado con los no reconocidos. Distingue, así, el calificativo de ‘extraño’ como la cara oculta de nuestra identidad precaria. No nos intimida, dice, la diferencia que captamos en los otros, sino la similitud que detectamos con ellos, pues nos lleva a reconocer en los demás nuestra vulnerabilidad. «El malestar irradia malestar. Si alguien se desestabiliza hay una cadena de sufrimiento», dice consciente de la importancia de los vínculos familiares.

Marcos Obregón evoca unos versos de Octavio Paz en ‘Piedra de sol’: «Para que pueda ser he de ser otro, / salir de mí, buscarme entre los otros». Estar a salvo, pues, del embeleso de una identidad rígida y excluyente. La identidad tiene dimensiones distintas pero, como ha señalado Amin Maalouf, no es un mosaico, sino «un dibujo sobre una piel tirante; basta con tocar una sola de esas pertenencias para que vibre la persona entera».

De qué sirve aprender sintaxis o álgebra, se pregunta Obregón, si luego somos torpes para interpretar lo elemental y encaminarnos a una existencia satisfactoria, o para ignorar la intensidad del momento y no atrevernos a superar el miedo. El acatamiento sin reservas a los especialistas no es lo más recomendable, sin duda, como tampoco lo es someternos a quienes cada día, desde que nacimos, nos asfixian con las milongas de izquierda y derecha, de buenos y de malos.