Antonio Casado-El Confidencial

  • La izquierda española usa el antifascismo como pegamento de la llamada ecuación Frankenstein (costaleros de Sánchez)

Casi un siglo después de la desaparición de Giovanni Gentile (1944), el que lo inventó en Italia (‘La doctrina del fascismo’), y Ramiro Ledesma Ramos (1936), el que lo pregonó en España (‘La conquista del Estado’), el fascismo sigue siendo el comodín del pensamiento perezoso frente a la irresistible ascensión de la ultraderecha en toda Europa. 

La caza del fascista en 2022 es tan anacrónica como si en los años treinta del siglo pasado se hubieran puesto a cazar ‘youtubers’. La ucronía sirve en este caso para denunciar la sordera de las élites políticas europeas ante el grito de una clase media muy cabreada, que ve a sus representantes políticos como una casta preocupada solo por conservar o conquistar el poder.

España, sin ir más lejos, donde el Gobierno acaba de anunciar un plan de medidas fiscales reñido con su latiguillo electoralista de servicio a la ‘clase media y trabajadora’. Es justo y necesario que un Gobierno de izquierdas ayude a los más pobres y reclame solidaridad fiscal a los más ricos, pero sin ahogar a los del medio, los que rebasan el umbral de los 21.000 euros de ingresos anuales sin ser los ricos señalados por la Moncloa. 

¿Acaso no son también clase trabajadora? 

Es la franja mayoritaria, la que decide los resultados electorales, la clase media del milagro español, cada vez más empobrecida, más vulnerable, más desencantada. Y el mismo fenómeno, a escala europea. Clase media como yacimiento de votos ultra en Italia, Francia o Suecia, por citar espacios políticos europeos de sólida tradición democrática. ¿Es que se han vuelto fascistas de la noche a la mañana?

La misma pregunta para la izquierda española que tiende a utilizar el anacrónico antifascismo como elemento de cohesión. Quizás el único pegamento de la llamada ecuación Frankenstein (costaleros de Sánchez). Se deduce de las continuas alusiones a los peligros de un eventual salto de Vox al poder como compañero de viaje del PP de Feijóo. 

En España, la expectativa electoral de la extrema derecha (en torno al 14%) está ligeramente por debajo de la media europea (17,1%, según el proyecto PopuList, analizado ayer por ‘El País’). Pero su resorte motivacional viene a ser el mismo: intento legítimo de capitalizar el malestar de la ciudadanía. 

Hace nueve años, ese malestar respiraba por la extrema izquierda, y ahora respira por la extrema derecha. El ‘no nos representan’ que entonces demandaba por la izquierda a Zapatero, demanda ahora por la derecha al PP de Feijóo. Con la esperanza de que los ardores de Vox se enfríen en el comedimiento del socio mayor, como los de Podemos, mal que bien, se van diluyendo en el predominante programa del PSOE.

Lo indiscutible es que la extrema derecha ha encontrado la postura en Europa por cuenta de la inflación, la crisis alimentaria, el malestar social y el descreimiento en las fuerzas políticas. Son los generadores de esa internacional (Le Pen, Meloni, Orbán, Akesson, Abascal) que ha venido para quedarse. 

Dentro del sistema, ojo, al que se adaptan con facilidad cuando entran en las instituciones. Ergo, si no se relajan los agoreros del miedo al fascismo que silencia el grito de la clase media es porque no quieren. O porque les sirve como prueba de adhesión a las tres colinas: Acrópolis, Capitolio y Gólgota.

 

Una cultura (democracia, leyes y humanismo cristiano) bien consolidada en las instituciones, a prueba de sermones autoritarios y líderes populistas de moda. Nada que ver eso con el fascismo patriotero, racista y adorador del Estado como única realidad expropiadora del individuo.