iquel Escudero-El Imparcial

Miércoles 05 de octubre de 2022

De vez en cuando, asoma en una sociedad el espejismo de la revolución. Entonces muchos la ven como un talismán todopoderoso que justifica cualquier acción que consista en revolver todo lo habido y por haber. El tiempo no tarda en traer el desengaño más rotundo. Pero a menudo y cuando estalla, un mal irreversible ya está hecho: la pérdida de vidas humanas (tan devaluadas que no valen nada) o unas heridas que se arrastran toda la vida en forma de mutilaciones físicas y psíquicas (nunca se consideran éstas lo suficiente). Y, por supuesto, se deja de hacer lo que se podría hacer en la mejor dirección del progreso.

Bien diferente a dar rienda suelta a la revolución es disponer de un espíritu revolucionario que se base en el compromiso por la reforma permanente. La voluntad de innovar para la mejora de las condiciones de todos es torpedeada por quienes quieren mantener a ultranza lo ya establecido (a veces, la revolución triunfante) o quienes se empeñan en afianzar unas tradiciones e inercias y en evitar que de ningún modo se cuestionen.

Sin embargo, hay una tradición reformista afanada en revisar todo lo que sea posible mejorar, para superar el marasmo social y el agarrotamiento acumulados. Para aproximarse a lo mejor hay que saber y hay que imaginar. Se precisa, por tanto, desarrollar la capacidad de aprender, de escuchar, de razonar. Pero también valor para enfrentarse al dominio de un entorno castrador, censor y agresivo, y hacerlo con una inteligencia problemática.

¿Nos preparamos para ello, o bien escogemos mimetizar al adversario de turno? Hay quien imita diciendo y haciendo lo mismo que otros, y hay quien imita diciendo y haciendo exactamente lo mismo, pero al revés y con beligerancia.

Desde hace unos cuarenta años, la psicología presenta el concepto error fundamental de atribución (o sesgo de correspondencia) para describir un modo de permitirse ser injusto con los demás. Es la costumbre de negarse a contemplar el contexto de los actos ajenos y juzgar del peor modo posible, y de forma inconsistente, a quien nos incomode, por la razón que sea. Estos mecanismos viciosos se pueden propagar de forma artera. Se llega así a la difusión de ideas infecciosas. De ellas habla Gad Saad en su libro La mente parasitaria (Deusto).

Saad es un matemático libanés que se ha especializado en la psicología del comportamiento del consumidor. Es profesor en Canadá, país que le ha concedido su nacionalidad. De modo certero, él asocia verdad y libertad. Al reconocer que hay una guerra contra la verdad, señala que la derrota condenaría a la libertad.

Ante este panorama de acecho y de posibles pérdidas, hay que perder el miedo a la realidad. Dando ejemplo, hay que fomentar entre los jóvenes el sentido de responsabilidad y de sensatez, y alentar un pensamiento liberado de la obligación de seguir la corriente y de quedar bien con quienes mandan, pero en la idea de que la libertad de expresión no significa la libertad de hostigar a los demás.

Hay que educar para no caer presos de ideas patógenas que fantasean contra la razón; existen movimientos reaccionarios que acusan de racista a la ciencia y revocan el método científico; si por ellos fuera, correríamos de vuelta a la caverna.

Toda nuestra actividad intelectual debería estar impregnada de la conciencia de nuestras posibilidades y del peligro que nos amenaza; con ilusión y sin paranoia. Gad Saad ha introducido el concepto de síndrome parasitario del avestruz, dice que consiste en formas de pensamiento desordenado que llevan a rechazar verdades y realidades fundamentales tan evidentes como la fuerza de la gravedad. Y que se transmite a través de un aire de altiva superioridad moral.

El asunto es ir perdiendo miedos y siempre acompañados por el respeto a la realidad, para cambiarla a mejor.