JUAN LUIS CEBRIÁN-EL PAÍS

  • Ante el crecimiento de la extrema derecha los partidos leales a la democracia deberían preguntarse qué es lo que han hecho mal para que se produzca este renacimiento del autoritarismo

“Razón han tenido los que han atribuido al clima influencia directa en las acciones de los hombres”. Esta frase de Mariano José de Larra introduce su reflexión, hasta hoy día inmejorable, sobre la capacidad española para hacer germinar en nuestro suelo facciosos de toda especie, individuos que se distinguen esencialmente de los demás en que están dotados de sinrazón. Releía yo a Fígaro, como acostumbro para entender las pulsiones profundas del homo hispanicus, al tiempo que los periódicos del día anunciaban la inminente victoria de la extrema derecha en las elecciones italianas, su arribada al poder el Suecia, y la oleada ultraconservadora y hasta neofascista que parece haberse desatado en la Unión Europea. Se me ocurrió por un momento la estúpida idea de que, por fin, además de haber europeizado a España habíamos logrado españolizar a Europa, contagiando así al viejo continente de las enfermedades y plagas que asolan de un tiempo a esta parte nuestra convivencia. Una reflexión tranquila me llevó no obstante a la convicción de que la pandemia política que devasta las democracias occidentales tiene sobre todo que ver con la ineficacia del sistema para defenderse de sus propios demonios interiores.

Las tribulaciones actuales permiten interrogarnos sobre cuáles son los motivos de fondo por los que el modelo europeo de convivencia parece haber entrado en una crisis que ojalá no sea terminal. Ese modelo, que algunos apellidaron de Estado del bienestar, se construyó tras la victoria aliada en la Segunda Guerra Mundial y se basó en un sistema representativo fruto del acuerdo entre las dos fuerzas mayoritarias de los países no tutelados por la dictadura soviética: el socialismo democrático y la democracia cristiana. La renuncia a la dictadura del proletariado y al fundamentalismo marxista permitió a los partidos progresistas cooperar con liberales y conservadores demócratas en la reconstrucción de sus países y la restauración de las libertades. Pero el nazismo, el fascismo y la Francia de Vichy no habían sido ideologías importadas sino fruto de la frustración generada en el continente por la gran crisis económica de los años treinta. La reforma del capitalismo emprendida tras la guerra mundial, junto con el new deal norteamericano, permitieron inaugurar una etapa de prosperidad que, pese a sus altibajos, ha durado hasta nuestros días. La crisis financiera de 2008, la globalización generada por las nuevas tecnologías, que potencian la confusión y las paradojas en la formación de la opinión pública, y la ensoñación imperialista han dado ahora paso a un mundo cada día más polarizado.

Hoy los voceros del populismo agitan la frustración identitaria y los órganos de representación del Estado de derecho son asaltados por la avidez del poder. Bajo el pretexto de potenciar una democracia deliberativa, la apelación a las masas, la reivindicación de la gente como sujeto político, y la fragmentación de opiniones y sentimientos difundidos a través de las redes sociales, han terminado por favorecer los extremismos de uno y otro género. Los militantes de los partidos políticos acaban convirtiéndose con frecuencia en facciosos exacerbados por la seducción del mando, más pendientes de satisfacer a sus jefes que de atender a sus electores.

Ante la crecida de la extrema derecha los partidos leales a la democracia deberían preguntarse qué es lo que han hecho mal para que se produzca este renacimiento del autoritarismo, la atracción por las soluciones de fuerza, y la tendencia a suponer que el fin justifica los medios, patente en el comportamiento de muchos Gobiernos de la Unión Europea y hasta en el de las instituciones de la misma.

Se cumplen este mismo mes los 40 años de la victoria del socialismo democrático español de la mano de Felipe González. Pese a sus lacras reconocidas, entre las que sobresalen el giro fundamental respecto a nuestra pertenencia a la OTAN y el empleo por el Estado del terrorismo antiterrorista, no existe la menor duda de que entonces comenzó un considerable proceso de modernización de nuestro país que cambió para siempre la faz del mismo. Sin embargo, estas celebraciones, para quienes como yo participen de ellas, se producen en momentos en los que los partidos socialdemócratas padecen una crisis existencial en la mayor parte de Europa, y singularmente en los países mediterráneos. Prácticamente fulminados en Italia, Grecia y Francia, han perdido influencia, poder y autonomía en los países nórdicos, en los que antaño establecieron un modelo mundialmente admirado. Sus colegas han sido además reiteradamente desalojados del poder en el Reino Unido y están seriamente debilitados en Alemania, donde padecen la ausencia de un liderazgo sólido. Solo la excepción ibérica parece aplicarse también en este caso, pues en Lisboa y Madrid gobiernan los socialistas, aunque en situación bien diferente. Con mayoría absoluta en Portugal y con los peores resultados electorales de su historia en España. En el país vecino la cooperación entre el primer ministro y el presidente, representante de la oposición moderada que durante años lideró, viene dando ejemplos de estabilidad y progreso. Aquí, a fin de satisfacer la pasión por el mando, sus dirigentes se han echado en manos de las formaciones facciosas más acreditadas: el nacionalismo identitario, incluso el heredero de una banda terrorista.

La pérdida de centralidad del PSOE, reconocible desde hace un lustro en gran parte de sus actuaciones, constituye una seria amenaza. Sin un socialismo democrático leal a las instituciones la vertebración de nuestro sistema político corre serio peligro. Pero en los años recientes el partido en el Gobierno se viene comportando cada vez más como una formación clientelar, generosa con los amigos siempre que sean dóciles, y miserable para quienes todavía aprecian el beneficio de la duda y el pensamiento crítico. No por casualidad ha perdido más de cinco millones de votos respecto a las mayorías absolutas que en su día cosecharon Felipe González y José Luis Rodríguez Zapatero.

Los partidos políticos son esenciales para que la democracia funcione. Sin ellos es imposible garantizar las libertades y los derechos de los ciudadanos. Pero deben defenderse de sí mismos si quieren perdurar. Cuando se convierten en pandillas, subvencionan la obediencia, castigan la discrepancia y promueven la admiración injustificada hacia sus jefes, no solo ponen en peligro su futuro sino el de todo el sistema. Por desgracia en ocasiones, tanto en la extrema derecha como en la extrema izquierda acaban además por convertirse en la cuadrilla de la porra.

Estamos desde luego todavía lejos de ese punto pero nos podemos ver embarrados en él si no se corrigen yerros y en vez de aplausos suenan algunos golpes de pecho. Aunque sabemos que el poder corrompe siempre, andamos esperando todavía al menos algunas peticiones de disculpas. Por el saqueo de los dineros públicos del PSOE andaluz para garantizar fidelidades, y por la conspiración policial de la derecha que alimentó y financió el PP, nada menos que en nombre de la patria. Ya explicó Fígaro que los facciosos, “sobre todo los más talludos y los vástagos principales” se agarran a los fondos de las administraciones, con lo que estos desaparecen misteriosamente. Observación, por cierto, que merece la pena tenerse en cuenta a la hora de discutir en sede parlamentaria los Presupuestos Generales del Estado más generosos de nuestra historia. No sea que de nuevo el cambio climático promueva en los sembrados una invasión variopinta y suntuosa de facciosos que arruine la cosecha de las libertades