Argemino Barro. Nueva York-El Confidencial

  • Las posibilidades para negociar la paz están estrechamente ligadas a las circunstancias militares. De momento, ni Rusia ni Ucrania están en ese punto. Pero, en algún momento, la guerra acabará 

Desde el principio de la invasión a gran escala de Ucrania, varias facciones de la opinión pública en Europa y Estados Unidos han llamado a firmar una paz inmediata, o un alto el fuego, o cualquier cosa que detuviera inmediatamente los bombardeos y las matanzas. Ningún ser humano decente se opondría a este deseo. El problema es que las guerras son complicadamente crueles, y una dimensión de esta crueldad es que, a veces, el pan para hoy es hambre para mañana. En este caso, más muerte, más destrucción, más guerra. Si no, habrían sido los ucranianos los primeros interesados en detener los constantes ataques contra sus vidas y sus infraestructuras

Pero el tiempo pasa y el contexto cambia, y, si miramos hacia atrás, hacia las otras guerras de la historia, vemos que ninguna ha sido interminable. Aunque lo parecieran en un principio. Largas, complejas, enredadas, con juramentos de odio eterno y millones de soldados atrincherados en un territorio ajeno. Incluso estos paisajes de horror y de pesimismo se acaban, y un día vuelve la paz. La pregunta, volviendo a 2022, es en qué punto de este ciclo se encuentra Ucrania. ¿Para cuándo negociaciones?

Las bolas de cristal no existen, pero una buena manera de leer las hojas del té del conflicto, de captar la temperatura, la dirección del viento, es mirar a las señales que llegan del Gobierno de Estados Unidos. Si bien son los ucranianos quienes luchan y mueren, y quienes tomarán la decisión última de sentarse a negociar o de continuar el combate, es Washington quien mantiene viva la economía del país, quien aporta la mayoría de las armas y quien mueve la batuta del concierto diplomático occidental. Y últimamente se dan en Washington algunas señales interesantes. 

“Entonces, ¿la ayuda a Ucrania seguirá ininterrumpidamente?”, preguntó un reportero al presidente de EEUU, Joe Biden, tras la celebración de las elecciones de medio mandato en las que el ‘frente MAGA’, los partidarios más acérrimos de Trump, han pinchado el fuelle que se esperaba, para alivio de Kiev, ya que son los que más cuestionan las ayudas militares y la oposición frontal a Rusia. “Es lo que espero”, respondió Biden. “Y, por cierto, no le hemos dado a Ucrania un cheque en blanco. Hay muchas cosas que Ucrania quiere y que no hemos hecho. Por ejemplo, se me ha preguntado muchas veces si entregaríamos aviones estadounidenses para garantizar los cielos sobre Ucrania. Y dije: ‘No, no lo haremos’. No vamos a meternos en una tercera guerra mundial”.

No es la primera vez en estas últimas semanas que la Casa Blanca, sea a través de su presidente o de sus ministros, o de estratégicas filtraciones a la prensa, parecía distanciarse un poco de los ímpetus ucranianos. A principios de octubre, The New York Times publicó una información, apoyada en fuentes del Gobierno estadounidense, que decía que Ucrania estaba detrás del coche bomba que mató a Daria Dugina, hija del filósofo extremista y probable objetivo del atentado, Aleksandr Dugin. Semanas después, fuentes oficiales citadas por NBC News decían que Joe Biden había “perdido la calma” con Zelenski durante una llamada telefónica. Ante las exigencias del ucraniano, Biden le dijo que “el pueblo estadounidense estaba siendo muy generoso” con Kiev, y, “levantando la voz”, pidió a Zelenski que mostrara “un poco de gratitud”. 

La última de estas señales se ha vertido en las páginas del Washington Post. Resulta que la Administración Biden pidió al Gobierno de Volodímir Zelenski que “mostrara estar abierto a negociar con Rusia”. No que negociase, como erróneamente algunas personas interpretaron al principio, sino que se mostrase algo más flexible, que relajase los puños y las venas del cuello. El veto a negociar con Rusia decretado por Zelenski en octubre, según las fuentes del diario, podría dañar la simpatía internacional hacia Ucrania. Sobre todo en los países del sur, que se enfrentan a una crisis alimentaria y que están alejados de las sensibilidades europeas.

En otras palabras, estas señales de EEUU a Ucrania irían destinadas no a detener las operaciones, ni a tirar la toalla, sino a afinar sus relaciones públicas. Quizás el momento de la narrativa heroica, de la resistencia a cualquier precio, esté quedándose un poco viejo, y sea el momento de abrir una pequeña ranura hacia las negociaciones de paz, aunque sea lejana. Un gesto para que las naciones más tibias, que también han contribuido al esfuerzo de guerra, no sucumban al fatalismo durante el invierno y entiendan que, tarde o temprano, esta guerra se acabará. 

Como ha recordado esta semana el presidente del Estado Mayor Conjunto de EEUU, el general Mark Milley, las posibilidades para negociar la paz están estrechamente ligadas a las circunstancias militares. Los dos bandos solo se sentarán a hablar cuando haya un “reconocimiento mutuo”, en palabras de Milley, de que una victoria militar es inalcanzable. Y, de momento, ni Rusia ni Ucrania están en ese punto. 

Los que se defienden, los ucranianos, siguen apuntándose victorias militares. Desde febrero han logrado reducir a la mitad los territorios ocupados por Rusia: de un 30% inicial a un 15%, y la tendencia continúa. Los ataques rusos siguen siendo repelidos en el Donbás y el invasor anunció el miércoles su retirada de Jersón, única capital de provincia que estaba en sus manos y en la orilla occidental del Dniéper.

Con el bando ruso sucede algo parecido. Sus operaciones, sus anexiones ilegales formalizadas en septiembre, sus ataques a la infraestructura ucraniana, su movilización parcial y su compra de armas a Irán y a Corea del Norte indican que no tienen intención alguna de sentarse a negociar. La razón por la que hablan de un alto el fuego se debe, probablemente, a que quieren comprar tiempo para regenerar sus arsenales y sus maltrechas fuerzas durante el invierno, y golpear de nuevo en primavera. Rusia no ha lanzado su invasión para volverse a casa después de perder decenas de miles de soldados, miles de toneladas de equipos bélicos y montones de reputación internacional. Por no hablar del aislamiento y de las sanciones. 

Mientras tanto, la imaginación vuela en libertad por los círculos de las relaciones internacionales. Y a nadie se le escapa que hay elementos de desgaste en ambos bandos. Para Rusia, el estado de sus Fuerzas Armadas es uno de ellos. Hace meses que vemos testimonios de baja moral, de armamento oxidado, de mandos escasos y tiránicos, de saqueos y violaciones y corrupción y ranchos vomitivos. Aunque es posible que la eficaz guerra informativa ucraniana haya exagerado esta imagen, siempre es posible que estas circunstancias, junto a los eficaces ataques ucranianos a las líneas logísticas del enemigo, acaben provocando un colapso militar ruso. 

Vladímir Putin también ha gastado buena parte de su capital político en esta invasión. El contrato tácito con el ciudadano, por el cual este vería la guerra en la tele, desde la comodidad de sus sofás, sin mancharse de sangre, se vino abajo con la movilización parcial. Ahora sus hijos, nietos y amigos pueden volver a casa lisiados o en una caja de pino, y las historias de abusos y de Kalashnikovs que se caen a cachos circularán más ampliamente que antes. La extrema derecha rusa también está impaciente con las derrotas militares. Para ellos, el Kremlin actúa blandamente, como esos personajes timoratos en las novelas rusas que siempre acaban fatal.

Tampoco Ucrania está en buena forma. De momento, el apoyo estadounidense, que es el que cuenta, está asegurado a corto y medio plazo. Más adelante, no se sabe. Quizás el desgaste se abra paso entre los estadounidenses, preocupados por la inflación causada parcialmente por la guerra, y entre sus representantes. O quizá simplemente se aburran de Ucrania. La atención mediática a la guerra no es infinita, y de ella depende, en gran medida, la atención sociopolítica: las prioridades de la Casa Blanca. Con EEUU metido oficialmente en ciclo presidencial, en el que Donald Trump está a punto de anunciar candidatura, es posible que la causa ucraniana acabe enterrada en el fondo de los periódicos. Como en 2015. 

Hay cuestiones más graves e inmediatas, como la destrucción sistemática del suministro de luz y de agua a manos de Rusia. Los vecinos europeos ya se preparan en caso de que tengan que recibir una nueva ola de refugiados procedentes de ciudades sin luz, agua, ni calefacción, en un país donde las temperaturas bajo cero pueden durar semanas sin tregua. La capital, Kiev, advierte sobre posibles evacuaciones para evitar una crisis humanitaria. Los 1.000 puntos de calor preparados en la ciudad no serán suficientes para proveer a los ciudadanos.

¿Ingreso de Ucrania en la OTAN?

En este contexto de incertidumbre se alimentan hipótesis, planes y perspectivas de futuro. Una de las más interesantes, barajada sucintamente por el general retirado David Petraeus, que fue máximo responsable de las operaciones en Irak y director de la CIA, es el posible ingreso de Ucrania en la OTAN. Un movimiento que puede parecer delirante a primera vista. Para empezar, si Rusia ataca de nuevo Ucrania, estallaría la tercera guerra mundial, porque EEUU y compañía se verían obligados a intervenir por el Artículo 5. Pero, antes de llegar a ese punto, está el hecho de que la Alianza Atlántica no acepta a países que tengan disputas territoriales abiertas. 

Dos enormes obstáculos. Pero es una idea que, aún así, de vez en cuando asoma la cabeza en círculos autorizados. Petraeus declaró que la única forma de reconstruir Ucrania era ofreciendo garantías de seguridad a los inversores, y una garantía sólida es la OTAN. La pregunta, que nadie ha respondido, es si Rusia lo toleraría. A primera vista, imposible. Otra cosa es que Rusia acabe quedándose con ese 15% del territorio ucraniano, con el corredor terrestre hasta Crimea, con un acceso ampliado al mar, con cuatro importantes puertos robados y con esos “territorios históricos” que Putin menciona en sus discursos revisionistas, y se dé por contenta, dejando el resto de Ucrania a su suerte. Un país, comprobado está, que ya no logrará controlar.

Ante el drama incalificable de la amputación, de dejar bajo ocupación rusa una porción de territorio y de población, los ucranianos recibirían como recompensa la entrada en los clubes a los que sueña con acceder (está especificado en su Constitución como “misión estratégica”): la Unión Europea y la OTAN. La primera aportaría la mayor parte del capital para la reconstrucción, a cambio de un programa de reformas económicas, judiciales y de transparencia. La segunda daría el paraguas militar requerido para disuadir a Rusia y cauterizar eficazmente la herida de la guerra.

 

Se trata de una hipótesis extremadamente pesimista y extremadamente optimista. Quién sabe. Entre las cábalas de estos meses hay quien dice que el conflicto podría acabar a la coreana, con una división. Corea del Sur es hoy una de las principales potencias económicas, tecnológicas y culturales de Asia, estrechamente ligada a la arquitectura de seguridad estadounidense. Aunque el agravio de haber perdido, en una guerra, a buena parte de sus hermanos coreanos todavía les duele.