IGNACIO CAMACHO-ABC
- Esta Copa del Mundo es el fruto de un mercado de favores turbios que ha prostituido el fútbol por mero afán de lucro
Un Mundial en mitad del desierto, en un país sin afición y casi sin habitantes, es el sueño de los mandarines que sólo contemplan el fútbol como un negocio, un circo transportable a cualquier territorio, un espectáculo ajeno a la vibración emocional, a la identificación afectiva o al arraigo sociológico. Tipos indiferentes al cúmulo de sentimientos que concita este juego porque desde su trono de ‘amos del universo’ no conocen otra pasión que la del dinero. Gente dispuesta, como el presidente de la FIFA, a publicitar como un progreso la venta del acontecimiento a una tiranía teocrática donde no existe el mínimo respeto a los más elementales derechos. Un Estado que no sólo borra a las mujeres, encarcela a los homosexuales o utiliza como mano de obra semiesclava a los inmigrantes, sino que moviliza a miles de comparsas en la calle para fingir ante las televisiones internacionales un inexistente apoyo popular a las selecciones participantes. Ese falso público es el retrato cómico del absurdo que representa la elección de Qatar como sede de la Copa del Mundo. El otro, el amargo, el trágico, fue la elección del emirato mediante un flagrante proceso corrupto, una cadena planetaria de presiones y sobornos que involucró a autoridades políticas y deportivas en un obsceno mercado de favores turbios donde la honestidad de la competición fue prostituida, arrastrada por el barro bajo el único imperativo del afán de lucro.
Quizá todo eso se olvide, o se ignore con complicidad culpable, cuando el balón empiece a rodar esta tarde. Más difícil será obviar el desprecio a las Ligas nacionales, el verdadero sostén de la afición, interrumpidas para beneficiar la codicia de los traficantes que manejan el deporte como una industria más de sus cárteles. Sólo se han alzado, y a destiempo, ciertas voces críticas de unos pocos entrenadores y exjugadores cuyo retiro les permite sostener una actitud digna. Lógico: el Mundial constituye la meta máxima en la carrera de un futbolista y la mayoría acepta el disparate, a sabiendas de que lo es, por pura disciplina. Habrá que esperar al cómputo de las audiencias televisivas para saber si los espectadores también se pliegan a las deshoras de los partidos, a la falta de aclimatación de un calendario establecido por capricho, a la ruptura de la gozosa rutina de los domingos. Respecto al escrúpulo moral o al rechazo cívico al blanqueo de un régimen medieval revestido por sus petrodólares con un halo de falso prestigio, no caben demasiados motivos para el optimismo. Somos la misma sociedad que se ha hecho dependiente del gas ruso o del comercio chino. La que llama ‘realpolitik’ a una relación normalizada con toda clase de autoritarismos. La que sólo muestra sensibilidad feminista en su propio ámbito político. Y bien lo saben los que se van a llenar los bolsillos mientras aplaudimos los goles de nuestro equipo.