Catar la sangre

JUAN CARLOS GIRAUTA-ABC

  • Como los occidentales somos culpables de todo, así en general, sigamos a Infantino en su falacia ética y no osemos señalar todo lo que el anfitrión del Mundial de Fútbol tiene de reprobable. Guardémonos ese índice acusatorio, que Infantino con el suyo, ya tocando la boca ya la frente, silencio avisa y amenaza miedo

No sabe uno de dónde vendrá tanto miedo reverencial a la FIFA, entidad incompatible con la transparencia y ajena a los controles que, con los habituales subterfugios almibarados propios de vacuo discurso del deporte, alberga corrupciones sin cuento. Al final le va a resultar más fácil a la comunidad internacional someter a Rusia que a la cueva de Infantino. Un tipo cuya figura imaginé mucho antes de verla, hará unos cuarenta años, cuando leí ‘Gog’, de Giovanni Papini. Su protagonista encarna la amoralidad y el aburrimiento. Le habrá supuesto un esfuerzo considerable al jefe del último organismo impune del mundo civilizado simular indignación cuando reprochó a algunos occidentales renuentes a la tiranía que tuvieran valores. Demostrando que en este mundo son ‘woke’ desde los terroristas hasta los magnates y desde la jerarquía eclesiástica hasta las élites del mal, el granuja tiró de culpa colectiva. Droga infalible que adormece cualquier remordimiento en las audiencias y permite a los sacamantecas decorar su miseria moral con los trazos minimalistas de una voz de la conciencia occidental.

Como los occidentales somos culpables de todo, así en general, sigamos a Infantino en su falacia ética y no osemos señalar todo lo que el anfitrión del Mundial de Fútbol tiene de reprobable. Guardémonos ese índice acusatorio, que Infantino con el suyo, ya tocando la boca ya la frente, silencio avisa y amenaza miedo. Pero como dicen ahora los muchachos, va a ser que no. Eludo indicar a Infantino el destino idóneo de su dedo y procedo sin más preámbulo a recordar lo obvio, toda vez que la droga de la culpa colectiva no tiene efecto en mí desde que descubrí que acusar de algo a todos equivale a no acusar a nadie. Vamos, Infantino, sígueme por la selva oscura, ¿ves ese cartel, ‘lasciate ogni speranza’, etc.? Desciende y mira, que en el futuro pasarás mucho tiempo aquí.

Ese espacio lo ocupará un corrupto expresidente francés que conspiró para quitarle el Mundial a los Estados Unidos. Allí el fútbol de verdad, que ellos llaman soccer, sí se habría beneficiado de un fuerte empujón sin necesidad de trabajadores esclavos ni censuras ni sobornos. Permanecerá tumbado para siempre, inmovilizado, sobre una pista de aterrizaje mientras oye estridentes motores y unos aviones de combate pasan rozando su nariz una y otra vez, ocasionándole unas cosquillas insoportables. Cada vez que está a punto de calmarse un poco al son de un tema gachón y melancólico de Carla Bruni, todo se ve interrumpido por la voz monocorde de Roures contándole que no hay nadie mejor situado que él para hacer negocios con el fútbol, la tele y las tiranías árabes.

Puede que Infantino, impresionado, desee arrepentirse. Sería tan memorable que bien merece este Gog posmoderno recibir la absolución del mismísimo Papa. Tememos, sin embargo, que una vez el amoral refiera su pecado al Pontífice, suceda algo inesperado.

—Y entonces, Santidad, empeoré las cosas; por alejar de mí las responsabilidades, las esparcí con una especie de enorme aerosol de la infamia y dije que Europa es la que debería pedir perdón por los últimos 3.000 años de historia.

—¿Por qué 3.000, hijo?

—Bueno, me pareció una cifra… suficiente.

—¿Y Troya?

—¿Qué pasa con Troya?

—¿No has leído la Ilíada, hijo?

—No, Santidad. El derecho deportivo es muy exigente y no he tenido tiempo.

—La Guerra de Troya es fundacional para nuestra civilización. Occidente debería pedir perdón por ella. De algún modo somos Aquiles arrastrando el cadáver de Héctor, cegados por la ira. Y resulta que de esa guerra ¡hace más de tres mil años, viste!

—En fin, Santidad, quizá nos estemos yendo de tema…

—¿Cómo?

—Perdón, perdón, no quería…

—¿Seguro que eres católico? ¿No serás calvinista, porque eres medio suizo, verdad?

—Yo…

—¿No serás musulmán? Tu mujer es libanesa.

—Santidad, no dividamos.

—¡Exacto! ¡No dividamos!

—Entonces, ¿me absolverá? Es que he visto el infierno de Sarkozy y me ha hecho recapacitar.

—Pero vamos a ver, ¿cuál es el pecado? ¿Decir tres mil años en vez de tres mil doscientos? Eso no es grave.

—No, me refería a lo de culpar a todo el mundo.

—No veo el problema.

—¿Cómo, Santidad?

—Todo el mundo es culpable.

—¿Por el pecado original?

—Por el pecado imperialista y capitalista.

—Esta sí que es buena. Entonces, no iré al infierno…

—Tengo para mí que no existe.

—Ojo, que eso le dijo el Arzobispo Carranza a Carlos V en su lecho de muerte, por consolarle, y este lo denunció a la Inquisición. Pasó años en una cárcel romana.

—¿Y tú cómo sabés eso, hijo?

—Me lo ha contado Luis Enrique, que es muy culto.

—¿Hablás con Luis Enrique del Arzobispo Carranza?

—A veces me refiere pasajes de la Historia de los heterodoxos españoles. Dice que le gusta pensar que él es uno de ellos. Pero en el terreno deportivo, claro.

—Asombroso. En fin, arrepentite de tus pecados, no de tus aciertos: Occidente es culpable.