- Una lluvia fría, implacable, que moja y empapa a todos por igual. Una lluvia que es heraldo de la riada que se avecina
Las calles llenas de gentes que van arriba y abajo cargados de bolsas y paquetes, cubriéndose con miles de paraguas, chocando entre sí en hobbesiana lucha, desplegados como una explosión de colores en medio del gris plomizo de la tarde; personas que andan con la mirada y la cartera compulsiva, porque compran ávidamente hoy lo que saben que no podrán comprar mañana; automóviles huérfanos de estacionamiento, los niños que gritan porque están cansados de ir arriba y abajo, agrias discusiones familiares en las que, bajo la excusa de las compras, subyacen lechos de odios y malquerencias; bares y restaurantes atestados de personas que no se soportan pero hablan en voz alta para disimular su miedo y piden otra ronda, acaso la última antes de saber que, tras las fiestas, van a perder su trabajo.
Jóvenes que caminan en grupos bajo del agua sin mayor protección que su desconocimiento total de lo que es la vida, ajenos al futuro hosco, pobre y preñado de amenazas bélicas que está esperándolos con la navaja afilada a la vuelta de los meses; abuelos que andan cogidos de la mano y la mirada atemorizada con la fe de quien se aferra a un detente bala, porque se saben salvavidas el uno del otro, casi lo único que les queda tras el olvido de hijos y nietos. Veo más cosas esta tarde en los laberintos para ratones humanos que llamamos calles, laberintos ideados por quienes controlan nuestras vidas, por aquellos que deciden qué debemos comer, qué debemos comprar, qué debemos pensar, qué debemos sentir. La democracia ha quedado reducida a mojarse todos a la vez. Unos, los más, resguardándose bajo exiguos paraguas comprados en un ‘Todo a un euro’, frágiles, feos y fungibles como nosotros. Otros, los menos, amparados en sus vehículos oficiales conducidos por un chófer oficial que los lleva a sus residencias oficiales. Ah, mundo oficial en el que no hay goteras ni nadie consulta facturas ni recibos porque está todo pagado.
Veo más cosas esta tarde en los laberintos para ratones humanos que llamamos calles, laberintos ideados por quienes controlan nuestras vidas. La democracia ha quedado reducida a mojarse todos a la vez
Está lloviendo en España y cada vez nos quitan un poco más del tejado, y el agua chorrea por las tuberías perdiéndose en las alcantarilla de la indiferencia, de los que siempre nos dicen que podríamos estar mucho peor, de los conformistas y de los embusteros que, con impermeable, sombrero y ayudante que sostiene uno, dos, cien paraguas, lanza discursos acerca de lo bien que nos sienta mojarnos y lo poco que lo agradecemos.
Esa lluvia que nos empapa cada vez más, esas ropas que están cada día más caladas, esos zapatos rotos de tanto ir y venir de la mano de los poderosos, créanme, no irá a menos. Porque es la lluvia que precede a la tormenta cruda, salvaje y despiadada. Es lluvia amenazante, preñada de siniestros presagios, lluvia que susurra en nuestros embotados oídos ahítos de tanto programa televisivo banal o tanto fútbol que lo peor está por venir, y que tras la tormenta vendrá el frío que ha de helarnos nación y corazones, el frío del que nadie sale vivo porque congela nuestra capacidad de arder en las pasiones tan humanas. Está lloviendo en España y nadie se da cuenta de lo que significa esa lluvia hecha de palabras que carecen de sentido, de consignas que a fuer de sobadas resultan sucias y mugrosas, de odio que riegan sobre nuestras cabezas para que acabe empapándonos de manera fatal e irremediable.
Llueve, sí, llueve y mucho, llueve con la monótona cadencia de la fatalidad. Y no hay quien pueda sustraerse de ello ni un Noé que nos preste auxilio con un Arca.