ANTONIO MUÑOZ MOLINA-EL PAÍS

  • El mal uso del dinero público provoca un rechazo muy hondo que va más allá de consideraciones y preferencias políticas, y puede ser tan ofensivo como el robo descarado, y no es menos grave el perjuicio del bien común

No hace falta creer que este Gobierno aspira a destruir la democracia, o que su presidente lleva camino de convertirse en dictador, para sentir un inmediato rechazo hacia esta reforma del Código Penal que reduce el castigo del delito de malversación casi a una cariñosa reprimenda. Las contorsiones de la prosa jurídica expresan al mismo tiempo confusión y descaro. Las palabras no sirven para explicar ni precisar, sino para encubrir, vanamente, lo que está a la vista, no ya de esos iniciados que saben siempre descifrar lo que otros no vemos, sino a la de todo el mundo. La dama alegórica de la justicia se levanta la venda unos centímetros para guiñar el ojo a los interesados, pero lo hace con tan poca maña, o con tanta desvergüenza, que no hay nadie tan torpe que no se entere de su maniobra. El legislador, para usar ese término impersonal que gusta tanto a los juristas, urde su apaño para favorecer a unos cuantos delincuentes con nombres y apellidos, pero ha de salvar la cara en lo posible con los habituales retorcimientos sintácticos de su oficio, y sobre todo ha de lograr el más difícil todavía de su equilibrismo: que esa indulgencia particular hacia unas determinadas corruptelas políticas no se convierta en coladero general de todas las que se han cometido ya y las que se siguen cometiendo y se cometerán en el provenir.

Quizás en el Gobierno pensaban que el asunto de la malversación provocaría un rechazo tan localizado, y tan pasajero, como el de la sedición. Creo que muchas personas escépticas y a la vez partidarias de la concordia podemos al menos conceder el beneficio de la duda a esas medidas apaciguadoras, y que el indulto a los secesionistas condenados fue un precedente alentador. Pero la malversación concierne al uso del dinero público, y eso provoca un rechazo muy hondo que va más allá de las consideraciones y las preferencias políticas. Cuando la vida es tan difícil para casi todo el mundo, cuando hay tantas necesidades prioritarias que no se pueden atender, el espectáculo de la malversación es tan ofensivo como el del robo descarado, y no es menos grave el perjuicio del bien común. Es sin duda un delito muy serio destinar a una conspiración secesionista fondos públicos que vienen de los impuestos de todos nosotros. Pero el delito cobra su dimensión completa cuando pensamos no ya en qué se gastó, sino en qué podría haberse gastado: cuántas camas de hospital, cuántos puestos de atención primaria, cuántas plazas de profesores, cuántos fondos destinados a la investigación científica y no a la propaganda.

Hay una malversación en el sentido estricto, que merece más castigo y menos indulgencia, y hay otra más general que quizás no pueda calificarse de delito, pero que está en la raíz de nuestra fragilidad institucional: la de esas instituciones o servicios públicos que sostienen la arquitectura de la democracia y la convivencia civil, y que al degradarse por falta de medios o de respeto colectivo o por exceso de interferencia política partidista ya no son efectivas en el cumplimiento de los fines que les corresponden: la igualdad, la justicia, la mejora de la vida, la concordia, el imperio de la ley. El ambiente político español es un despilfarro tóxico de palabrería. El despilfarro de las palabras hace imposible un debate racional sobre los problemas reales que tenemos por delante, y a los que nos enfrentamos con un margen de maniobra muy limitado. El despilfarro de los recursos es una malversación imperdonable porque debilita y hasta socava el funcionamiento mismo de la vida pública y de las energías y las iniciativas particulares.

En cada ámbito de lo público encuentra uno una atmósfera parecida y el mismo tipo aproximado de persona: la atmósfera es de insuficiencia, de penuria, de cosas deshilachadas y gastadas, de desbordamiento; la persona, el servidor público, es competente y vocacional, y aunque es la vocación lo que la sostiene contra viento y marea en su trabajo, cada vez le compensa menos por su esfuerzo, y no le alivia el desgaste. El servidor público es un profesional casi siempre muy cualificado que recibe por norma un salario mediocre y no tiene muchas esperanzas de ascenso, y en muchos casos ni siquiera de estabilidad. Un indicio del deterioro de la Administración en España es la multiplicación de las interinidades encadenadas, los contratos precarios, de duraciones con frecuencia ínfimas, incluso para puestos de gran responsabilidad. La carrera de un investigador científico puede estar tan sujeta a la incertidumbre como la de un auxiliar administrativo o un trabajador de la limpieza. Con esos servidores públicos uno se encuentra en todas partes, en España y fuera de España, en concejalías de cultura y en sedes del Instituto Cervantes, en bibliotecas, en laboratorios, en dependencias de las instituciones europeas, en centros de salud, en institutos de periferias inmigrantes y obreras, en hospitales, en oficinas donde un trato amable alivia una espera y ayuda a resolver un contratiempo. A muchos de ellos les toca sobrellevar las quejas razonables, la insolencia o la impaciencia de los usuarios, y en ocasiones su abierta agresividad, la exasperación de quien acuciado por la necesidad no logra ser atendido. En una Administración ineficiente y mal dotada pueden no funcionar las garantías de la legalidad y al mismo tiempo proliferar las complicaciones superfluas de la burocracia.

Hablando con los servidores públicos se obtiene un diagnóstico sobrio y certero de la parcela concreta de realidad que le corresponde a cada uno, y que conocen mejor que nadie, aunque nadie con capacidad de decisión política acceda a preguntarles nada, ni tampoco les presten mucha atención en los medios. En muchos de ellos —o de ellas, debería decir, porque en casi todas estas profesiones hay ya mayoría de mujeres— se advierte cada vez más un tono de urgencia, y de alarma, una conciencia angustiosa de que el deterioro pueda ser irreversible, de que el declive gradual se convierta en derrumbe. Un ciudadano llama a un teléfono de urgencias o de atención al público y solo escucha una y otra vez, durante horas o días, el mismo mensaje grabado, o no consigue completar un trámite imprescindible porque la única manera de hacerlo es con una soltura digital de la que carece. Derechos cardinales como el de la educación, la salud y la protección de la ley quedan en suspenso cuando por imprevisión o mangoneo o frivolidad política no se da prioridad absoluta al buen funcionamiento práctico de las instituciones que los hacen posibles, que incluye la suficiencia de medios materiales, la organización eficiente y austera y el respeto y el aliento hacia los profesionales que trabajan en ellas. La incuria antigua de unos y otros deja sin medios suficientes a la administración de justicia, y el gamberrismo político de la derecha española la socava más todavía al bloquear ilegalmente el funcionamiento de sus órganos de gobierno. La mejor reforma educativa, dejando aparte declaraciones de principios y elucubraciones en jerga pedagógicas, será la que garantice, gratuitamente, aulas luminosas con pocos alumnos bien cuidados y bien alimentados, con profesores vocacionales y además bien pagados, con buenas bibliotecas y zonas deportivas, con recursos suficientes para atender a emigrantes recién llegados y niños con necesidades especiales. Las oleadas sucesivas de la campaña de vacunación contra la covid mostraron una vez más hasta qué punto formidable puede ser efectivo nuestro sistema de salud pública. Que ahora se encuentre al borde del colapso por falta de medios y de voluntad política es quizás el más grave de todos nuestros delitos impunes de malversación.