IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El día de Reyes es un viaje efímero a un paisaje moral destruido. Al tiempo irreparable que quedó atrás cuando crecimos

La lógica de la Navidad, al fin y al cabo una conmemoración de la infancia (la de Jesús y la nuestra), requiere un fin de ciclo que evoque el paraíso perdido. Eso es el día de Reyes, en el fondo: un retorno a la inocencia de los niños, un viaje efímero al tiempo irreparable que quedó atrás cuando crecimos, un dichoso intento de recuperar nuestra extraviada felicidad de chiquillos. Ellos, los de ahora, los nietos o los hijos, son el vehículo para ir a buscar la pureza de aquella edad de sentimientos limpios, el recuerdo del calor paterno cuya acogedora burbuja de cariño nos envolvía en la seguridad de un mundo sencillo donde los deseos se cumplían con sólo pedirlos, el transparente paisaje moral destruido desde que la vida nos desgastó los ideales y nos reveló la verdad de aquel secreto dulce e inofensivo. Hacemos como que la fiesta es de ellos, de los chicos, cuando en realidad se trata de un autohomenaje fabricado alrededor de un mito, de una hermosa impostura con la que rebelarnos ante el desengaño, el fracaso o el hastío. Una revancha inocua contra la amarga, forzosa disipación de los espejismos.

Como tiene explicado el maestro Burgos, hay tres fases muy definidas en la liturgia religiosa y civil de la Pascua navideña. La primera va del comienzo del Adviento y el puente de la Inmaculada hasta la Navidad propiamente dicha o el día de San Esteban, aunque la costumbre urbana la adelante con el encendido cada vez más temprano de la iluminación callejera. Es la etapa más intensa, la de la expectativa en torno al acontecimiento crucial de la Nochebuena. Luego viene el paréntesis profano del cabo de año, con su desparrame estridente y un punto hortera que camufla la maldita cuenta atrás de la existencia. Y por último, la semana de la Epifanía nos devuelve al sentido espiritual de la celebración a partir de la mención evangélica de unos magos atraídos a Belén por el brillo de una estrella. Es el momento de la utopía envuelta en el celofán simbólico de la leyenda. La noche del permiso para la mentira con la condición de que contenga un relato optimista de generosidad, de afecto, de ternura, de fantasía. El tiempo del misterio, del embrujo de la niñez recuperada en un ritual de imaginación creativa, del triunfo provisional pero imprescindible sobre la desolación y la melancolía.

De eso trata este asunto, de una bella simulación de la bondad del mundo. De una trampa venial urdida por los adultos para edulcorar las penosas certidumbres del futuro. De una reivindicación de fe en lo improbable, como la de aquellos peregrinos enigmáticos capaces de seguir el rastro de un cometa en pos de la revelación de un mensaje sagrado. Lo demás, las cabalgatas, los regalos, los sueños, el ensalmo de la magia fingida, es secundario. Importa lo esencial, lo abstracto, que es la supremacía de la esperanza como antídoto del descalabro.