- Aquellos obsesionados con la defensa de Occidente frente al «marxismo cultural» en realidad no reivindican el Occidente post-Ilustración, sino el fanatismo religioso.
La «batalla cultural» es incompatible con el liberalismo. La cultura es el mercado observado desde otro punto de vista.
La «batalla cultural» no se refiere a la discusión de ideas políticas (un ámbito cultural muy específico), sino a la pretensión de un grupo mayoritario o minoritario -igual da- de imponer sus puntos de vista sobre costumbres y modos de vivir ajenos. Particularmente, sobre qué tipo de familia se puede formar, qué tipo de sexualidad se puede ejercer y qué identidad se puede adquirir.
Porque no hay nada en la batalla cultural de postura literaria o artística en general, o idea alguna sobre ciencia o antropología. Cultura es la palabra que utiliza esta batalla para llevar a cabo una cruzada moral.
Es interesante que en esta contienda hay dos alas que confunden el lenguaje para tapar cosas distintas. Por un lado, sectores religiosos extremos, que creen que el cristianismo entendido de manera muy particular debe regir a la política y al Estado y terminar con libertades personales caprichosamente denominadas «marxismo cultural».
Esta vertiente no identifica el tipo de cosas por las que lucha como un programa religioso, sino que lo lleva al genérico de «cultural», a pesar de que sus objetivos son mucho más limitados. Su gran preocupación, por ejemplo, es la transexualidad. Pero, de nuevo, poco y nada de arquitectura o pintura.
La otra ala es la que se hace llamar «liberal», que comparte las mismas inquietudes acerca de que la sociedad abierta, cuando se abre (valga la redundancia), entra en decadencia. Pero los «liberales», como no pueden o no quieren admitir que han dejado el liberalismo al hacerse parte de la cruzada, también recurren al genérico de «batalla cultural». Y cuando se les pregunta por sus compañeros de trinchera ellos describen su lucha como un debate de ideas liberales.
No se juntan con liberales para eso, los que están por la apertura de la sociedad abierta, porque a estos los califican de «progres». Sus únicos compañeros de batalla son la derecha moralista admiradora de Trump, Putin, Abascal, Bolsonaro, Orbán y el resto de firmas.
Lo particular de la «batalla cultural» como genérico es que junta a dos grupos que de acuerdo a los principios que dicen sostener serían incompatibles. Entonces, lo que los une es lo que no dicen.
«La batalla cultural es un intento desde la política de imponer una agenda moralista, supuestamente cristiana, contra las costumbres personales»
La batalla cultural en concreto, más allá del palabrerío, es un intento desde la política de imponer una agenda moralista, supuestamente cristiana, contra unas costumbres personales y la evolución de la cultura, en ámbitos que nada tienen que ver con las ideas políticas. Precisamente este uso ambiguo del término cultura es el que ha permitido a muchos «liberales», confundidos o con ganas de confundir, esta cruzada para imponer una versión hipócrita de cristianismo.
Parece increíble que en pleno siglo XXI tengamos que seguir explicando que el liberalismo nació como una rebelión contra el poder religioso, que también era el político. Y que concibe la separación de la religión y el Estado como un requisito indispensable para que este último no sea un monstruo totalitario. El liberalismo nació como una rebelión contra el Occidente de la Edad Media y la Iglesia católica, y estuvo representado por la tradición inglesa y la revolución americana.
El liberalismo es un movimiento laico y no se lleva bien con la religión unida al monopolio de la fuerza. Un requisito básico de la libertad religiosa es que el Estado sea completamente secular, que es lo mismo que decir que el monopolio de la fuerza no puede utilizarse en función de una religión.
Si un adulto quiere creer en una religión, adelante, mientras no busque limitar los derechos de las demás personas para el sostenimiento de su fe. Tu religión te prohíbe cosas a ti, no a los demás. Defender la religión unida al poder y en nombre de un supuesto «liberalismo» es una de las cosas más deshonestas que podemos ver.
Este «occidentalismo», en cambio, es una nostalgia del mundo sin libertad, represor del placer y el interés individual, que es el único secreto del éxito económico, político, cultural y moral del occidente rebelado contra sus captores morales.
Es así que el liberalismo se desarrolla en Occidente por la misma razón que los anticuerpos contra una enfermedad se desarrollan en una persona: porque la enfermedad existía. En este caso, porque la opresión existía.
«Todo aquello que los defensores de la batalla cultural entienden como ‘decadencia’ en realidad es nada más y nada menos que puro avance»
Aquellos obsesionados con la defensa de Occidente, en realidad, no pretenden defender el Occidente post-Ilustración. Por el contrario, mediante una cruzada moral, pretenden imponer y regresar al Occidente pre-Ilustración, el que estaba unido a un abrazo religioso, inquisidor y profundamente anti-progreso en una de las etapas más oscuras de la Iglesia católica.
Por eso es importante remarcar a qué nos referimos con «liberalismo», puesto que hoy en Argentina, por ejemplo, se llama «liberalismo» a un movimiento repleto de reguladores del placer que vacían el significado de la palabra. Hoy hay «liberales» que propagan un discurso antiliberal, pero imponiéndose como los representantes del «auténtico liberalismo» y la famosa y épica «batalla cultural», sumados al «patria, orden, Dios y familia». Se parecen mucho a los comunistas llamándose los únicos democráticos, cuando no tenían un pelo de democráticos.
Lo opuesto a las batallas culturales (que en realidad son cruzadas morales de unos contra otros) es la sociedad abierta. Cuando el mundo occidental se rebela mediante el liberalismo o el pensamiento ilustrado contra todas las injusticias, observamos que todo aquello que los de la «batalla cultural» definen o entienden como «decadencia» en realidad es nada más y nada menos que puro avance: los derechos de la mujer, de los afroamericanos, de los homosexuales, de todo tipo de familias, la educación sexual en las escuelas, el rescate de inmigrantes, la legalización de las drogas o la legalización del aborto.
Para la nueva derecha todas estas libertades se enmarcan en lo que titulan como «marxismo cultural». Es el nombre que los heterosexuales inseguros le han puesto a todo lo que les molesta de la libertad. El agregado de «marxismo» lo hacen para alimentar la etiqueta del miedo entre sus círculos conservadores o fascistas. La expresión «marxista cultural» se usa como fantasma, y eso acaba favoreciendo al marxismo real, que ya no puede reconocerse porque parece que toda polaridad ahora pasa a llamarse así. La batalla cultural es profundamente inculta y bestial.
Los populistas de derechas aspiran a ser machos alfa y se obsesionan con la llamada crisis de la masculinidad o pérdida de la masculinidad, justamente porque la sociedad avanza y el modelo masculino de la imposición y la superioridad pierde fuerza y sentido para las nuevas generaciones.
«Quienes defienden que ofender es un derecho se victimizan cuando los débiles y los ‘cancelan’ por su homofobia o racismo»
Una parte de la homofobia está vinculada a la enorme falta de seguridad en la propia «masculinidad» construida (lo quieran oír o no) artificiosamente, una desmentida a un lugar que se tiene ganado reprimiendo cualquier impulso femenino. La crisis de la masculinidad -que es una crisis del machismo, en realidad- necesita alimentarse de la homofobia.
Por eso, los que están en esta línea sienten como algo personal que se deslegitime la discriminación. Creen que ejercerla aleja las sospechas de padecer esa inferioridad de cualquier signo de femineidad, razón por la cual toda manifestación de apertura, de salida de la visión segregacionista, es vivida como una contaminación y una amenaza.
Esta «nueva derecha» sostiene que ofender es libertad de expresión, y que necesariamente eso requiere que acabemos con las «generaciones blandas y sensibles» (llaman sensible a todo aquel que no se sume al ejército de maldad de su cruzada moralizadora). Son a la vez los mejores representantes de la religión del amor al prójimo y se dedican a cazar prójimos en público para no ver amenazado el lugar que creen merecer, reivindicando un «derecho a ofender». Un mandamiento nuevo te da el señor: que tiremos piedras y ofendamos.
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Pero, a su vez, son de la generación de cristal que tanto critican cuando se victimizan porque los débiles de repente son fuertes y los cancelan por su homofobia o racismo. Son homófobos y racistas para sentirse fuertes. Pero los de la cancelación los hacen verse (según ellos, injustamente) como todo lo contrario. Estos cobardes se ofenden cuando la réplica se organiza.
Jordan Peterson, el ídolo de esta «nueva derecha», considera, como otros gurús de ese sector político, que hay una masculinidad amenazada por el avance de la mujer y el feminismo. Y da consejos de autoayuda, como empezar por ordenar el cuarto antes de opinar sobre el mundo.
La historia está repleta de grandes pensadores que han hecho aportes fundamentales a la humanidad para la comprensión de sí misma y del mundo en el que habita, que, sin embargo, no tenían su propia vida ordenada como soldados. Según Peterson, tendríamos que olvidarlos.
*** Antonella Marty es politóloga, activista por la libertad en Latinoamérica y autora de El manual liberal (Deusto).