Cristian Campos-El Español
 

Un adulto debería otorgarle tanta credibilidad a los Oscar, el Goncourt o los Nobel como a esas noticias que empiezan con «un estudio dice que». A no ser, claro, que lo suyo sea puro interés sociológico sobre las mentiras con las que se construye un canon ideológico conveniente para los mangantes, perdón, magnates de la industria de la cultura.

Que es lo mismo que decir conveniente para el poder.

Es decir, para el dinero.

Conste en acta que no tengo nada en contra del dinero. Lo necesito para vivir. Para vivir bien, quiero decir. Pero sí tengo mucho en contra de esa hipocresía social que pretende hacer pasar por virtud moral los intereses comerciales de la casta de turno. Es la misma hipocresía social a la que Stanley Kubrick dedicó su última película, Eyes Wide Shut.

Como miembro de la raza adulta, en fin, uno debería aspirar a que se le pongan las cartas sobre la mesa y se le imponga lo que sus amos tengan a bien imponerle (el coche eléctrico, las larvas del escarabajo del estiércol o Todo a la vez en todas partes), pero ahorrándole la catequesis.

Prefiero, en definitiva, a un padre autoritario («la coliflor te la comes porque lo digo yo y punto») que a un cura comprensivo («mira, hijo, siéntate aquí, en mis rodillas, que te voy a explicar por qué esto es bueno para tu alma»).

«Halle Berry, la primera y única mujer negra en ganar el Oscar a la mejor actriz, le entrega el premio a Michelle Yeoh, la primera asiática en ganar este galardón». Si usted no echa de menos a un torero trigénero de Murcia en esa frase quizá debería revisar sus privilegios.

Entiéndanme bien. Michelle Yeoh es una actriz competente, en el mismo sentido en que es competente Jackie Chan. Pero este año había un buen puñado de actrices que merecían el galardón más que ella. Y a la cabeza de todas ellas, Margot Robbie en Babylon. O Cate Blanchett en Tár.

Por no hablar de Jamie Lee Curtis, que se merece más un premio a su carrera concedido por algún club de fans de la serie B que un Oscar. O de Ke Huy Quan, que será más recordado por sus papeles en Indiana Jones y el templo maldito y los Goonies que por Todo a la vez en todas partes, y por un buen motivo.

En cuanto a Brendan Fraser, ¿qué decir? Que el Oscar se lo han dado por las mismas razónes por las que se lo han dado a los otros tres. Porque era «lo correcto».

Lo digo de otra manera. Que lo primero que se mencione en un galardón al talento artístico sea el herrado de la premiada («ah, mira, es de la ganadería asiática») lo dice todo sobre lo que se pretende con él. Sobre todo cuando esa sensibilidad de anuncio paritario de Calvin Klein coincide en el tiempo con los escándalos de los últimos años que han expuesto las tripas de Hollywood al sol.

Algo, por cierto, de lo que habla Babylon. La mejor película del año desde todos los puntos de vista y también la más castigada en esta gala de los Oscar. Una coincidencia, sin duda alguna.

[Cinco millones de lecturas ha tenido este hilo de Twitter en el que explico las razones del olvido de Babylon en los Oscar. Alguna tecla ha tocado, desde luego].

Hace un par de semanas, Pedro J. Ramírez preguntó en la reunión de la mañana, frente a los jefes de sección de EL ESPAÑOL, por Todo a la vez en todas partes. Algún valiente le recomendó verla y veo que sigue en el diario, aunque entiendo que ya andan preparándole los papeles del despido.

Yo le dije al director que ni lo intentara, de la misma manera que no le recomendaría Shaolin Soccer a Bernard-Henri Lévy o Kung Fu Sion a Mario Vargas Llosa.

Antes, y no hablo del siglo XIX sino de principios de 2000, películas como Todo a la vez en todas partes se calificaban, en el mejor de los casos, como «una divertida chorrada descerebrada». Hoy, la generación sin épica, la única en más de cien años que no ha generado un solo movimiento cultural capaz de resistir seis meses en la freidora, recibe sus chistes de consoladores anales como un alemán de 1440 la imprenta de Gutenberg.

Para regocijo, por cierto, de una industria cultural que ya no necesita diversificar su producción dado que la misma imbecilidad que fascina a los adolescentes confiere santidad moral y es elevada a los altares por la crítica y la academia. Por fin esa industria, que antes debía pastorear un rebaño de gatos y que en ese proceso veía cómo se le colaban algunas obras maestras subversivas, ha conseguido que todo el público camine en la misma dirección: el de la gilipollez coronada como obra maestra.

«Todo a la vez en todas partes parte de una especie de comedia dramática sobre la inmigración, para convertirse en un peculiar sci-fi de acción de bajo presupuesto y emprender en su último tercio un viaje existencialista que encuentra en la bondad, la amabilidad y la familia su razón de ser para que cada cual soporte su día a día».

Así describe Todo a la vez en todas partes Javier Yuste en su artículo sobre los Oscar. Casi se le puede ver sudando tinta para dar con una descripción más o menos coherente de esa macedonia de ocurrencias de porro, pizza y tarde de domingo levemente entrelazadas por un guion de tahúres que no saben pa’quién vendimian. Hasta Jackass tenía más concepto que Todo a la vez en todas partes.

Como dice José Ignacio Wert en su columna de ayer, nadie se acordará de Todo a la vez en todas partes dentro de unos meses. Largo me lo fía. De Coda, la ganadora del año pasado, no nos acordábamos ni diez minutos después de la gala.

Los Oscar son ya poco más que un lavadero de imagen de la industria de Hollywood alimentado por las lágrimas de los más insoportables de sus miembros. Un lloradero en el que los horrores que se esconden en la cueva bajo las colinas de Los Angeles (y Harvey Weinstein es sólo la punta del iceberg de esos horrores) quedan sepultados bajo toneladas de premios artísticamente injustificables, pero moralmente irreprochables y en sintonía con la sed de mamarrachadas propia de nuestra época.

La próxima vez, la misa negra se la va a tragar su padre.