IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Nadie ha pedido aún disculpas por el ejercicio de ventajismo político que instauró un estado de excepción subrepticio

Lo único que hizo bien el Gobierno durante la pandemia lo hizo mal. El confinamiento fue imprescindible en el mundo entero pero en España fue ordenado mediante un procedimiento carente de encaje constitucional para suspender o cancelar ciertos derechos: la libertad deambulatoria fue suprimida, no limitada –en casi toda Europa se podía salir a dar un paseo aunque estuviesen cerrados los bares, las oficinas o el comercio–, y se restringió sin justificación jurídica la actividad del Congreso. El segundo estado de alarma delegó competencias gubernamentales exclusivas y eludió el control parlamentario imprescindible para prolongarse en el tiempo. A partir de esos vicios de origen, el Ejecutivo utilizó la emergencia como pretexto para gobernar por decreto, nacionalizó de facto algunos sectores estratégicos, organizó un despliegue de propaganda sin precedentes que incluyó el intento de censura en redes sociales y medios, ocultó el colapso de los hospitales y la falta de equipos de protección, manipuló a la baja las estadísticas de enfermos y de muertos, minimizó las consecuencias económicas del largo encierro, mintió a la nación con falsos informes técnicos y hasta se inventó desvergonzadamente un comité de expertos como soporte ficticio de las medidas que adoptaba sin más respaldo científico que su propio criterio. Y tres años después, Sánchez se atreve a sacar pecho de aquel auténtico engaño de Estado con el que creó un régimen de excepción encubierto.

En una cosa sí lleva razón el presidente, aunque se trate de una hipótesis contrafactual, de un vaticinio especulativo: su descomunal atropello democrático no habría sido posible bajo un poder de signo distinto. Simplemente porque la izquierda se habría encargado de impedirlo agitando a la población como en aquel otro trágico marzo de principios de siglo. Si algo tiene que agradecer el sanchismo es la asombrosa disciplina cívica con que los ciudadanos aceptaron el sacrificio de ver sus libertades recortadas, su espacio vital constreñido, su actividad cotidiana alterada y su estabilidad laboral y emocional en el limbo. Nadie ha tenido la dignidad de agradecer al país el comportamiento solidario y el talante pacífico con que asumió la calamidad en medio de una calma rayana en el estoicismo. Nadie ha reconocido aún el verdadero número de fallecidos, homenajeados tarde y mal en deslucidos ceremoniales colectivos. Y sobre todo, nadie se ha disculpado siquiera por el cínico ejercicio de elusión de responsabilidades que bloqueó las instituciones para ponerlas al servicio de una operación de ventajismo político mientras los ciudadanos estaban recluidos en sus domicilios y los sanitarios luchaban contra la plaga a cuerpo limpio. El caos duró hasta antier mismo: demasiado pronto para confiar en las cicatrices del olvido. Esas páginas dramáticas necesitan una catarsis que les sirva de epílogto.