Cristian Campos -El Español

Una de las primeras lecciones que enseña el periodismo es la de no tragarse el humo de esos rituales de la ayahuasca para escolanos que son los mítines políticos.

El periodista novato suele salir de ahí enardecido por los efluvios y creyendo haber dado con la Obama gallega mientras, a sólo dos calles del polideportivo Magariños, el eco de los timbres de las bicicletas de ese electorado desnatado, lacio y lector de S Moda al que apela Sumar queda sepultado por el tintineo de los cubiertos chocando con el plato de la mantequilla en el restaurante La Maruca de López de Hoyos.

Si las misas yolandistas no le importan ni al Madrid urbano socialdemócrata, principal destinatario de ese invento antipodemita del sanchismo llamado Sumar, imaginen lo que le importan a la España rural.

La segunda lección que uno aprende es a huir de los índices de valoración de los políticos, que en el caso de Yolanda Díaz son su principal aval demoscópico por encima de una intención de voto que sigue cinco puntos por debajo de la que tenía Podemos en noviembre de 2019. Y eso sumando no sólo a las mareas y Más País, sino también a Podemos, que ya es sumar.

Son los mismos índices de valoración que suele encabezar gente como Alberto Garzón o Uxue Barkos, políticos que no ganan elecciones, pero cuya media sube porque su habla suavona y jesuítica no molesta lo suficiente a los otros. «Que me quieran menos y me voten más» decía Adolfo Suárez en la misma tesitura.

El ejemplo contrario, y en el que debería fijarse el periodista que pretende dar claves útiles, no empapar a los lectores con los fluidos generados por su propio entusiasmo, es el índice de aprobación que tuvo Inés Arrimadas en Cataluña en su momento, o José Luis Martínez-Almeida e Isabel Díaz Ayuso en su prime, cuando los votantes de los partidos rivales les valoraban por encima de sus propios líderes.

Esa es la transversalidad que permite el trasvase de votos en unas elecciones y no esa tontería politológica de «la membrana».

Pero lo de Yolanda Díaz no es transversalidad, sino un quítate-tú-para-ponerme-yo. Un intento del PSOE de sustituir a Pablo Iglesias por alguien más manejable, pero sobre todo hueco.

El engaño empieza ya en el nombre (Sumar). Porque Yolanda Díaz no amplía la parcela de la izquierda. Sólo la expropia y la pone a su nombre con permiso del PSOE, que es el verdadero dueño del terreno.

Al socialismo, por supuesto, este arreglo le interesará hasta que deje de interesarle. Y ahí tiene razón Pablo Iglesias: Yolanda Díaz es sólo un clavo ardiendo para Sánchez.

Una obviedad más. Sumar sólo puede incrementar su bolsa de votantes a costa del PSOE. Algo que el presidente conoce perfectamente y que lleva a preguntarse cuál es el interés de Pedro Sánchez en lanzar a una candidata que bebe de su mismo bebedero.

A estas alturas uno ya duda incluso de que no sea ese el regalo final del sanchismo a su propio partido. Ya saben, «después de mí, el diluvio». No descarten la posibilidad de plano.

Como en el chiste («mi novia me invitó a un restaurante ‘de brasas’, me llevó a un vegano con sus amigas y se pasaron la noche intentando convencerme de que no coma carne»), el acto de presentación de Yolanda Díaz fue una estrafalaria ceremonia de adhesión en la que la mujer más tutelada de este país, primero a manos de Pablo Iglesias y ahora de Pedro Sánchez, dijo no querer tutelas, ser independiente y aspirar a un cambio en el gobierno del que ella es vicepresidenta.

Y todo eso mientras los asistentes repartían pegatinas de «la fashionaria» buscando el guiño cómplice de Henar ÁlvarezBob PopJorge Javier Vázquez y otras seudocelebridades tan similares al español medio como las cifras de paro de Yolanda a la realidad laboral del país.

Yolanda no tiene opinión sobre ninguno de los grandes debates de este país y su programa es un batiburrillo inconexo de promesas de saldo mil veces repetidas («viviendas públicas de alquiler»), motos de gurú empresarial («los datos son el petróleo del siglo XXI»), propuestas de alcalde de ciudad pequeña («guarderías gratis») y carnaza para esos politólogos televisivos sobre los que hace chistes la España productiva («democracia económica», «revolución de los cuidados», «reducción de la jornada laboral sin reducción del salario», «un mundo rural dinámico» y tantas otras vacuidades).

Es cierto que otros llegaron en el pasado a las elecciones tan ligeros de equipaje intelectual como Sumar. Pero lo hicieron rodeados de un equipo que solventaba las carencias del candidato o que lo empapaba con un carisma que trascendía la política.

Yolanda Díaz, en cambio, llegará a las elecciones sin definir, como esos restaurantes que quieren ser minimalistas pero sólo están sin amueblar, y rodeada, como en un casting de Netflix, de una dependienta de ultramarinos, una sindicalista, una activista trans, una novelista nicaragüense y un tiktoker de 20 años que le reprocha a la generación de la Transición no haber luchado tanto como ha luchado él (y que aportará a Sumar tesis políticas tan rutilantes como la de que «los viejos los fósiles los ancianos los maricones de 35 años no se lavan y huelen a popper»).

Vale la pena echarle un ojo al vídeo en el que los periodistas de El País le preguntan a Yolanda por 20 personalidades del escenario político nacional. Pedro Sánchez («un político»), Nadia Calviño («una economista»), Irene Montero («una política»), Felipe VI («el rey de España»), Ana Botín («una banquera»), Ada Colau («la alcaldesa de Barcelona»). Durante el cuestionario, Yolanda asiente constantemente a sus propias respuestas y uno casi puede ver las ruedas del engranaje rechinar ahí dentro: «esta la he acertado». Si le llegan a preguntar por Putin, Yolanda habría respondido «un ruso».

Como dice David Mejía, la principal virtud de Yolanda Díaz es no ser Pedro Sánchez, ni Pablo Iglesias, ni Irene Montero. Ahora faltaría saber qué es Yolanda, más allá de la confirmación de que «la nada nadea».

El PSOE ha puesto todas sus esperanzas en que esa nada que nadea logre sacar de la abstención al votante izquierdista desencantado. Pero yo me pregunto cuántos discos se han acabado vendiendo de esas melosas versiones bossanova de los viejos éxitos de los años 80 y cuánto tarda uno en hartarse de los productos diseñados para sacar de «la abstención» a los que tienen el oído de corcho.

De momento, Yolanda es sólo música de ascensor.