IGNACIO CAMACHO-ABC

  • En las elecciones locales, el factor de cercanía tiende a distorsionar la medida de la verdadera temperatura política

Si ha visto usted muchos políticos, incluidos los de izquierdas, en las procesiones de Semana Santa es porque el lunes fueron convocadas las elecciones municipales y estamos ya en plena (pre)campaña. París bien valía una misa y la vara de alcalde bien merece desfilar de etiqueta en una cofradía; al fin y al cabo hace tiempo -desde la Transición, más o menos- que hasta los socialistas vencieron sus prejuicios al respecto y aprendieron a reconocer en las hermandades el latido emocional del pueblo. La participación en la fiesta religiosa no gana votos pero la ausencia puede perderlos y no hay candidato, por agnóstico que sea, dispuesto a correr ese riesgo. A los católicos, además, les gusta el privilegio de figurar en los cortejos a rostro descubierto: mucho mejor en estas circunstancias que salir de nazareno.

Viene esta digresión inicial a cuento del papel relevante que los dirigentes locales tienen en unos comicios de esta clase. Tanto que resulta muy probable que ese factor de proximidad influya de manera significativa en el desenlace. El 28-M va a perder el PSOE en el total de votos nacionales, pero la gestión de sus presidentes autonómicos y alcaldes puede reducir -lo hará, de hecho- el impacto del desgaste de Sánchez. Dicho de otra manera, el componente de cercanía actúa en estas ocasiones como elemento regulador de la temperatura política. Y a la vez distorsiona en cierta medida la percepción real del estado de opinión ante las generales, que es la cita donde se ventila la contienda decisiva.

Hay otra particularidad que contribuye a ese efecto, y es que las formaciones pequeñas concurren en mucho menor número de ayuntamientos, lo que desfigura la verdadera dimensión del apoyo social a fuerzas como Vox y Podemos (o Sumar, o como se acabe llamando el invento). Se produce así una especie de ‘ballotage’ técnico, una concentración del sufragio en favor de los grandes partidos sistémicos cuya implantación les permite abarcar mucho más terreno. Habrá, pues, un cierto espejismo en el recuento, que será necesario matizar evitando extrapolaciones de cálculo directo para no llevarse sorpresas luego.

Por estas razones, más las consecuencias de las alianzas de poder que se acaben formando, el veredicto final sobre este mandato no será el que reflejen las urnas de mayo. Si se mantiene la tendencia de las encuestas, y en principio no hay datos para dudarlo, la coalición gobernante recibirá un castigo mayor cuando el presidente comparezca ante los ciudadanos sin intermediarios. Su esperanza consiste en que los posibles pactos entre PP y Vox movilicen a la izquierda a toque de rebato aunque ello implique el sacrificio de barones territoriales bien valorados. Pero los precedentes históricos indican lo contrario: cuando hay un doble ciclo electoral, la derrota en la primera vuelta es casi siempre el preámbulo de un descalabro más amplio.