IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La escalada verbal del lenguaje político banaliza conceptos muy serios con desproporciones retóricas fuera de contexto

De terrorismo medioambiental ha calificado el vicepresidente del Congreso la (discutible) ley de la Junta sobre regadíos en Doñana, ese jardín en que Juanma Moreno se ha metido sin una razón clara. Terrorismo machista llaman muchas feministas a los crímenes de género. Delito de odio era la acusación (archivada) formulada a los gamberros en berrea sexual de cierto colegio mayor madrileño. Violencia contra las mujeres ven las ministras de Podemos en la gestación subrogada, en el canon de belleza convencional que prima las figuras estilizadas, incluso en cualquier censura que tilde su gestión de sectaria. El español medio que asiste a la escalada verbal del lenguaje político se siente entre confuso, perplejo y asustado al descubrir el espeluznante trasfondo delictivo que subyace en su entorno cotidiano. Está rodeado de terroristas institucionales, de sicarios energúmenos, de siniestros ejecutores de un holocausto contra media Humanidad y contra el equilibrio planetario. Tal vez él mismo forme parte de ese abominable bando y necesite ser reeducado para corregir el inconsciente sustrato perverso de sus actos.

El abuso de la hipérbole banaliza el sentido de la crítica y acaba por desculpabilizar a base de rutina las verdaderas actitudes ilegítimas. Ocurre de manera diáfana con la generalizada acusación de fascista dirigida a todo discrepante de una supuesta certeza establecida. Si todo es fascismo, o machismo, nada lo es al cabo; el reproche se diluye en la universalización, en el uso sistemático como herramienta de descalificación del adversario. La política de la enormidad, de la desmesura verbal provoca un efecto de hartazgo que resta valor a la denuncia en los casos donde realmente podría encontrar su contexto adecuado. Y la defensa de causas nobles pierde crédito cuando cae en la altisonancia, en la desproporción, en el descomedimiento, en la trivialización de los conceptos serios. Un ‘boomerang’ para la autoatribuida superioridad del sedicente pensamiento correcto.

Mientras tanto, el terrorismo propiamente dicho, el odio genuino o la violencia auténtica resultan minimizados en el enfoque de una izquierda que desdeña el supremacismo, tolera la imposición de una lengua, indulta y/o rebaja las penas a los autores de una sublevación de independencia y otorga beneficiarios penitenciarios a los asesinos de ETA. El presunto progresismo se considera en condiciones de decidir qué es y qué no es delito o pecado civil en función de que lo cometan sus oponentes o sus amigos, aplicando a conveniencia un peculiar baremo de criterios apodícticos. La metáfora hiperventilada o el exceso adjetival se convierten en estigmas de exclusión, declaraciones de antagonismo que implican veredictos sumarísimos. La retórica del poder decreta el perdón o el castigo. Y ay del que caiga en el lado maldito, en el reverso oscuro de este orden moral invertido.