Inma Castilla de Cortazar/La Razón

  • «La vulgaridad en los modales hace vulgar el corazón»

Personalmente, dejé pasar unos días en un intento de sobreponerme a la vergüenza que me embargó como universitaria. Después, observé repetidas veces la intervención de la alumna, galardonada por lograr el mejor expediente de su promoción. Me fijé en su modo de expresarse, en su lenguaje corporal, en el contenido de sus palabras, en los motivos que le llevaban a estar allí, en el desprecio que manifestaba por el galardón recibido, en el agradecimiento que dirigía a sus profesores, … Me quise «poner en sus zapatos» intentando comprender aquel comportamiento tan discordante con el espíritu académico del acto en cuestión. Reconozco que alguna simpatía me inspiró al poner de manifiesto que no había tenido suerte, que le había faltado la figura paterna y … el reiterado agradecimiento a su madre, allí presente.

Es evidente que –siendo el mejor expediente de su promoción– habría asimilado lo que los «reconocidos» profesores pretendieron inculcarle. Y es aquí, donde afloró alguna cuestión quizá clarificadora: ¿no se habrá convertido nuestra universidad en una escuela de subversión? ¿Acaso no hacemos entender –en el ámbito universitario– que una civilización se califica a sí misma por el modo de tratar a las personas, compartan o no las propias posiciones?

La Universidad es, por definición, el lugar de encuentro para aprender lo que es incuestionable en cualquier área de conocimiento (como que el cerebelo está donde está, o que la Guerra de la Independencia española tuvo lugar de 1808 a 1814) y para discutir –en el más estricto sentido anglosajón– todo lo demás respetando a los que discrepan, que siempre aportarán otro punto de vista o incluso nos harán entender que hemos de matizar o ampliar nuestro discurso.