IGNACIO CAMACHO-ABC

  • El sistema judicial tiene un problema de independencia y otro de medios. El Gobierno no le concede ni respeto ni dinero

La Administración española de justicia tiene dos problemas esenciales: uno de independencia y otro de recursos, de medios. Ambos vienen de hace mucho tiempo y se han agudizado bajo este Gobierno, cuyo intento de asalto a la cúpula judicial ha desembocado en un grave bloqueo y en una indiscutible preterición en el reparto del presupuesto. El sistema funciona peor hoy que hace veinte años; hay muchos más litigios y un grave retraso en los procesos que ya entonces eran inaceptablemente lentos. El poder sólo se interesa por el control político e ideológico de los jueces, que a su vez se sienten tratados con arrogancia y desprecio, pero el colapso es general y afecta a todos los estamentos. Los conflictos laborales se suceden empantanando aún más los juzgados, donde el aplazamiento de las vistas se ha convertido en hábito cotidiano. Miles de sumarios, demandas, pleitos y recursos se acumulan en el marasmo burocrático sin que a ninguna autoridad nacional o autonómica parezcan preocuparle en serio las consecuencias para los ciudadanos. Por ende, la seguridad jurídica se resiente bajo la arbitrariedad de ciertas leyes promulgadas en este mandato. Además de la incertidumbre sobre el horizonte penal de muchas personas, la vida económica del país queda condicionada por la parálisis jurisdiccional y el caos rutinario. Una evaluación siquiera aproximada del coste global del atasco provocaría en la opinión pública un descomunal escándalo.

A esta crisis enquistada como poco desde primeros de este siglo se suma el desdén gubernamental una vez fracasado el objetivo de renovar el Consejo General con una mayoría proclive al sanchismo. A partir del momento en que esa operación se encasquilló por el atrincheramiento del PP, el Ejecutivo se ha desentendido de un sector que sólo le importa a efectos políticos. Tardó dos meses en solucionar la huelga de los letrados, que ha forzado la suspensión de cientos de juicios, y de tomarse con la misma calma la convocada por magistrados y fiscales puede producirse un deterioro irreparable. La parsimonia negociadora irrita a los profesionales, agraviados ante un derrame de gasto que los deja al margen mientras se les tilda de fachas, machistas, conspiradores y otras lindezas semejantes por aplicar en términos ecuánimes una legislación repleta de disparates.

El problema de fondo, no obstante, va mucho más allá de los aspectos salariales: falta personal, agilidad administrativa, tecnología, incluso espacio físico para un servicio público adecuado, y por encima de eso el mínimo respeto a una institución primordial en cualquier régimen democrático. La indiferencia y la desconfianza son formas sinuosas de maltrato que el Gobierno inflige a los togados en revancha por la defensa de su autonomía en el trabajo. He ahí otra avería pendiente de reparar en cualquier proyecto sincero de reconstrucción del Estado.