IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Sacrificar un fin de semana de julio para votar será molesto pero habrá que decidir si merece la pena el esfuerzo

La única opción de Sánchez depende de que la derecha se duerma. No la derecha política sino la sociológica, la que en los últimos cinco años ha incubado contra el presidente una aversión rayana en la fobia y que ahora, tras lograr una ventaja electoral inapelable, abrumadora, parece haber empezado a dudar de su victoria y a enredarse a sí misma en una suerte de espiral paranoica. En este momento existe en España una mayoría más que suficiente para el vuelco y sólo la puede cambiar una epidemia de desconfianza o de desistimiento. Es decir, que los votantes desafectos al Gobierno aflojen en el último instante o se desalienten con la sospecha de un fraude en el voto por correo. Que no lo va a haber, aunque sí un probable colapso, pero si alguien cree que puede haberlo no tiene más que dedicar un fin de semana veraniego a cumplir el deseo que lleva alimentando tanto tiempo. Será fastidioso pero cada cual tendrá que decidir si merece la pena el esfuerzo.

Unas elecciones en julio son un despropósito, una anomalía y una molestia, una verdadera faena. En Andalucía incluso están prohibidas por ley. Sin embargo, la fecha no obedece a ningún cálculo maquiavélico ni a una jugada maestra. Esa idea forma parte de la leyenda que aureola a Sánchez como un mago de la estrategia. La realidad es mucho más pedestre: la derrota le obligaba a una reacción apremiante en su propia defensa y optó por la que mejor maneja, que es la sorpresa. Tenía que doblar la apuesta para apagar el descontento de la izquierda y blindarse contra la crítica interna. Esperar a septiembre significaba exponerse al cuestionamiento de su liderazgo, abrir margen para el debate sobre su idoneidad como candidato. Necesitaba actuar rápido, apurar los plazos hasta el primer día que permitiese el calendario. Y ya de rebote, soñar con la carambola táctica de que el verano favorezca un caos susceptible de pillar a los adversarios desmovilizados.

Se trata de una respuesta desesperada: todo a la última carta. Un intento espasmódico de olvidar el descalabro que ha dejado sus filas desmoralizadas embarcando al partido en otra campaña. Una confrontación inmediata, a cara de perro, al todo o nada, a ver si suena la flauta y puede beneficiarse de una abstención alta. La vaga esperanza de que el electorado rival caiga en la trampa, de que no sea capaz de sacrificar un domingo de viaje o de playa, y la absurda creencia de que los suyos pasan las vacaciones en casa. Está perdido y lo sabe; sólo puede salvarse en la hipótesis improbable de que los votantes de derecha y de centro se desentiendan de sus responsabilidades individuales. Si eso llegase a ocurrir, si los partidarios del cambio renuncian a consumarlo en el último instante, habrá que concluir que merecen lo que les (nos) pase. En política, como en la vida y en el fútbol, el error más imperdonable es el de fallar los penaltis.