Lorenzo Silva-El Correo

  • Qué buen trabajo han hecho los propiciadores de tempestades. Qué profundo, qué metódico

Corren días de desengaño y de desapego, de aspereza que con facilidad degenera en hostilidad, confrontación, iracundia. Es ya demasiado el tiempo que venimos bailando al son de las discordias que los más enardecidos se han ocupado de sembrar entre nosotros, para hacernos creer que entre nuestros vecinos se cuentan tantos enemigos que el aire resulta irrespirable. Qué buen trabajo han hecho los propiciadores de tempestades. Qué profundo, qué metódico. Cómo nos han repartido a todos en trincheras, de las que sólo asomamos ya para hacer fuego.

Y sin embargo, cuando uno se aleja un poco del fragor de la contienda, qué innecesario, además de estéril, se antoja este afán continuo de enemistarse y malquererse. No es que no haya problemas: desigualdades, carencias y desafueros perviven y exigen una solución que al retrasarse agrava el daño. Pero si uno mira alrededor, y luego mira atrás, encuentra más de una razón para no estar tan peleados con nosotros mismos. Quizá lo que nos falta es la distancia que nos otorga la reflexión detenida, ese ejercicio que hemos abandonado, pero que siempre podemos recuperar. Basta con sentarse a conversar con un poeta.

Por ejemplo, con Carlos Marzal, que después de trece años de silencio acaba de publicar un excepcional poemario, titulado no por casualidad ‘Euforia’. En sus páginas asoma una y otra vez el argumento central de la fe y de la esperanza, que parecemos tener perdidas y deshilachadas entre riñas y querellas, y que no nos podemos permitir el lujo de no recuperar cuanto antes. Lo dice el poeta en un verso de redondez generosa: «Conviene ser copioso en esperanzas». O cuando nos insta al asentimiento: «Se está bien en el mundo, / incluso cuando / se diría que el mundo / no merece considerarse mundo». Definitivamente, el cinismo, el escepticismo y la reticencia están sobrevalorados. Y qué bien lo deja explicado aquí: «Mejor estar del todo convencido. / Por cada anochecer, por cada aurora. / Mejor estar del todo».

Lo que nos pasa no se cura poniendo las urnas una y otra vez para después cerrar acuerdos de unos contra otros. Lo que castiga a los más desamparados de nuestros conciudadanos, a los que nos debemos y que dan la medida de lo que somos, es la falta de compromiso con lo sustancial común, el exceso de apego a la hojarasca de las nimias particularidades. Una vez más, lo clava el poeta: «Prospero cada vez que he acomodado / la mano en el lugar del corazón / y el corazón en el lugar del mundo».

Va a haber que leer más poesía. Y menos consignas.