Los autos del juez Garzón acabarán siendo curiosidades de la arqueología jurídica, algo así como el Código de Hammurabi 1.700 años antes de nuestra era. Con una diferencia: mientras el rey de Babilonia hizo tallar la citada recopilación jurídica en una estela de basalto, el juez más popular de España se las arregla con un mazo de folios.
Resumen de lo publicado: recordarán los lectores que la semana pasada conocimos un auto de Garzón declarándose competente en su causa general contra el franquismo. Ningún jurista lo avala y a sus partidarios no les importan las razones jurídicas, sino que les dé satisfacción. Aceptarían un auto prevaricador a sabiendas. Producía cierto pasmo el paralelismo entre las bravatas de un general borracho y la conferencia de Wannsee, en la que los jerarcas nazis decidieron la solución final al problema judío, con el fin de poder llamar genocidio a los crímenes perpetrados por los franquistas. Queipo de Llano era el Heydrich del bando nacional. ¿No le llamaban a Largo Caballero el Lenin español?
Garzón ha marcado el impulso genocida con técnicas de patchwork, un corta y pega de crónicas y entrevistas que el juez no ha buscado en su fuente original, sino en obras de terceros, dando por buenas recopilaciones hechas por mano ajena. ¿Cómo se puede exigir un certificado del óbito de Franco y admitir como fehaciente un párrafo de la entrevista que le hizo para el Chicago Tribune Jay Allen, un periodista de leyenda, dicho sea stricto sensu? Nuestros genocidas, amén de criminales, fueron unos bocazas: expusieron sus planes por la radio y a los corresponsales extranjeros. Arcadi Espada señaló el domingo aquí una contradicción relevante. Si el juez hubiera leído la entrevista entera la habría visto: el futuro dictador, después de admitir su voluntad de exterminio, respondía a la pregunta de qué pensaba hacer con los políticos de la República: «Nada. Tendrán que ponerse a trabajar».
Tan sólo en 24 horas pasaron de las diligencias al sumario (el viernes, 17 de octubre) con el fin de que el fiscal no hiciera lo que hizo: recurrir ante la Sala de lo Penal de la Audiencia en la primera fecha hábil, el lunes, 20. Demasiado tarde. Garzón rechazaba ayer el recurso, porque es a él a quien debía dirigirse, y dejaba caer, de paso, que el fiscal había tardado tres días (con un fin de semana de por medio), reprochándole la demora que ello ha introducido en el proceso. Y dicen que la Justicia española es lenta. ¡Qué vértigo!
Garzón daba a conocer ayer otra pièce de resistance. Explica la conversión de la investigación en sumario, sin desarrollar una sola diligencia, por ser éste «el procedimiento en que se conceden las mayores garantías a las partes y en él se basa la Ley de Enjuiciamiento Criminal», y por ello «no puede ser menospreciado o rechazado para posibilitar un trámite (el de apelación directa) que está pensado para un tipo de delitos de mucha menor gravedad a los que se aplican las normas del procedimiento abreviado». Razonamiento antijurídico donde los haya. En los delitos de poca pena, el procesado debe tener las mismas garantías que en los de mucha. El lehendakari ha sido procesado en procedimiento abreviado. ¿Pensará Garzón que no va a ser juzgado con tantas garantías como si se tratara de un sumario, incluso instruido por él?
Los autos del juez Garzón acabarán siendo curiosidades de la arqueología jurídica, algo así como el Código de Hammurabi 1.700 años antes de nuestra era. Con una diferencia: mientras el rey de Babilonia hizo tallar la citada recopilación jurídica en una estela de basalto, el juez más popular de España se las arregla con un mazo de folios El Galgo, maravillas de los avances tecnológicos y de la mayor sencillez de la vida democrática. Los estudiantes de Derecho podrán verlos enmarcados y pensar: hasta aquí llegó la Justicia española en octubre de 2008.
Santiago González, EL MUNDO, 24/10/2008