IGNACIO CAMACHO-ABC

  • La obra de Kundera es una continua reclamación de autonomía frente a los mandarinatos culturales y la alienación política

Marxismo, sexo y psicoanálisis eran un cóctel imbatible para el éxito de una novela en los años ochenta. ‘La insoportable levedad del ser’, título convertido ya en frase común entre personas de formación media, se convirtió de inmediato en un fetiche para la intelectualidad de izquierdas, la única relevante en aquella época. Pero dentro había una sorpresa, y consistía en que la enrevesada peripecia político-erótico-amorosa de dos parejas contenía una denuncia de los estragos morales y sentimentales que la represión soviética había causado en la sociedad checa. Ésa fue siempre la línea maestra latente en toda la obra de Kundera aunque, a medida que se iba subsumiendo en la cultura y la lengua francesas, su radical independencia desembocó en una lúcida requisitoria contra la esencia banal de la mentalidad posmoderna, cuya ligereza existencial –«la levedad»– desmenuzó a través de una mirada a la vez implacable, humorística y tierna.

Tenía Kundera un método narrativo propio y peculiar, que era la congelación temporal del relato de los hechos para penetrar en la psique de los personajes y describir el proceso de sus pensamientos, de sus pasiones y hasta de sus gestos. Una técnica cinematográfica, la de la imagen detenida durante unos momentos en los que el autor explica los complejos mecanismos que los protagonistas viven por dentro. Lo que le interesaba era sobre todo la estructura de la conducta, de la personalidad y de los caracteres humanos, el fondo íntimo que decide la forma en que nos comportamos, y ese análisis introspectivo lo emparenta con los grandes clásicos, con la tradición novelística de la que se sentía legatario frente al disperso experimentalismo de la cultura-mosaico. Ha muerto sin el Nobel porque resultaba un extraño en el paradigma literario contemporáneo. Demasiado anticomunista, demasiado libertario, demasiado escéptico, demasiado antisocial, demasiado raro.

Su última obra, ‘La fiesta de la insignificancia’, es una diatriba contra la seriedad, una reivindicación de la broma y del absurdo como forma de vida. Pero más allá del hedonismo que impregna casi todos sus textos de una continua reclamación de la alegría y de la autenticidad como forma de vida; más allá incluso de su defensa de la autonomía individual frente a los mandarinatos intelectuales y la alienación de la política, su herencia está cosida con el hilo de una intensa vocación europeísta. Un sentido de pertenencia y de identidad atravesado por la dolorida punzada del exilio tras la Primavera de Praga. En un excelente ensayo sobre el arte de la novela se declaró descendiente de Rabelais y de Cervantes, de Goethe y de Kafka: la literatura europea como genealogía común, como estirpe, como memoria, como patria a la que acogerse tras la experiencia amarga de una nacionalidad arrebatada que la Historia le acabó devolviendo con un guiño de tardía revancha.