Estamos narcotizados. En cualquier otro país enfrentado a una situación tan compleja como la que nos han regalado las elecciones del 23-J, y en el que el sentido común y la inteligencia ocuparan un lugar preferente en el tablero desde el que se administra la gestión de lo público, habrían surgido multitud de voces reclamando un acuerdo político que, esquivando el riesgo de retroceso y basado en un criterio básico de defensa del interés general, aglutinara una mayoría de voluntades. No es el caso. Apenas he encontrado un par de abatidos comentarios que, sin la menor convicción, se han atrevido a reclamar un pacto de Estado o cosa similar.
La posibilidad de sustanciar algo parecido a eso, no ya una gran coalición a la alemana sino simplemente un acuerdo que excluyera a los elementos disgregadores y garantizara una legislatura estable, es como el mensaje del náufrago en la botella que lanza al océano con la remota esperanza de que algún día toque tierra. Tal posibilidad no es que sea inverosímil, es que la distorsión de la realidad, asumida con pasmosa naturalidad, ha llegado al extremo de que hasta algo tan razonable suene hoy casi ridículo.
El espejo deformante que a diario nos colocan y en el que a diario nos miramos, ha terminado por normalizar la extravagancia de un país en el que lo exótico es construir una alianza entre los partidos mayoritarios capaces de enfrentar con un sólido respaldo los graves problemas de la nación. En cambio, lo sensato es conformar la mayoría de gobierno con una veintena de partidos y partidillos entre los que sobresalen aquellos cuya prioridad es precisamente obstaculizar el progreso de esa misma nación.
Un país que somete la gobernación a las condiciones de los Otegi, Junqueras y Puigdemont no es un país, es una pesadilla, un país raquítico, deforme, que consolidará la confrontación entre españoles
Esta misma semana, una colega defendía en televisión el posible -y reincidente- acuerdo de gobernabilidad entre el PSOE y los grupos independentistas. “Este es el país que tenemos”, afirmó contundente aludiendo a una supuesta legitimidad respaldada por las urnas. Yo niego la mayor. No es legítimo escudarse en la aritmética parlamentaria para justificar una descarada y enredada maniobra de retención del poder. Menos aún someter la gobernación del Estado a las condiciones de los Otegi, Junqueras y Puigdemont. El país que, en el fondo y en la forma, está dispuesto a dibujar de nuevo Pedro Sánchez, no es un país, es una pesadilla, un país raquítico, deforme y peligroso que ahondará la confrontación entre españoles.
Es desolador tener que reivindicar lo obvio, pero hay otro país posible, más real, más prometedor. El de una mayoría social respaldada, como mínimo, por 258 diputados concernidos por un pacto de futuro, incómodo pero responsable, transversal, ambicioso, conciliador e ilusionante. Un país de grandes consensos que huya de la ficción de los datos coyunturales y fije una agenda realista de grandes reformas, que deje en un segundo plano lo accesorio y actúe sobre lo esencial: la recuperación de nuestra diezmada renta per cápita y el rescate de demasiados españoles que no saben cómo salir del cada vez más profundo pozo de la exclusión social y la pobreza.
Quizás Feijóo no deba descartar asumir el riesgo de debiera ir pensando en asumir el riesgo de una renuncia patriótica a gobernar en primera instancia, a cambio de dejar a populismos y nacionalismos fuera de la ecuación
Un país que gestione con inteligencia el buen resultado obtenido en Cataluña por los partidos no independentistas; que administre con verdadera ambición la gestión de los fondos europeos; que recupere el consenso en política exterior; que redefina una política educativa que responda a las necesidades de la sociedad y del mercado de trabajo; que aborde, desde una perspectiva modernizadora, el imprescindible adelgazamiento de las administraciones públicas.
Un país en el que sea posible formular un verdadero y urgente proyecto de reequilibrio generacional, que afronte de una vez la regeneración institucional pendiente, garantizando mayores niveles de autonomía a los poderes del Estado ajenos al Ejecutivo, la independencia de los organismos reguladores y la profesionalización (despolitización) de las empresas públicas. ¿Seguimos?
Ese país es el que en ningún caso veremos con el populismo y el secesionismo dentro del gobierno; o en sus aledaños. Es el mensaje en una botella que nunca llegará a la orilla. Pero no debiéramos resignarnos de antemano. La renuncia anticipada a combatir la España inviable a la que aspira el secesionismo es inaceptable. Y puede que la responsabilidad no sea solo de Sánchez. Quizás Alberto Núñez Feijóo debiera ir pensando en asumir el riesgo de una renuncia patriótica a gobernar en primera instancia, a cambio de dejar a populismos y nacionalismos fuera de la ecuación, situando al líder socialista frente al espejo no deformado de su inabarcable ambición.