IGNACIO CAMACHO-ABC

  • Podemos es ya sólo un círculo privado de Iglesias, pendiente de que Sánchez y Díaz le concedan un ministerio de subsistencia

La señal más clara de la decadencia de un partido es el momento en que empieza a despedir gente. Primero viene la sangría electoral, la pérdida de escaños y concejalías con sus enchufes consiguientes; luego la retirada forzosa de representantes institucionales y por último el recorte de gastos, el apagado y cierre de las sedes. Le pasó a Ciudadanos y ahora a Podemos, las dos formaciones surgidas de los rescoldos contestatarios del 15-M, cuyo proceso de ascensión, declive y caída se ha consumado en un ciclo insospechadamente breve. A Cs lo derrumbó su inmadurez analítica, su indefinición estratégica, su incapacidad para acompasar los momentos políticos a sus propios intereses. A Podemos, el fulgurante desclasamiento de sus dirigentes y la sectaria inoperancia de sus cuadros para gobernar y hacer leyes. El sueño insurgente de tomar el cielo por asalto ha desembocado en la triste realidad de un ERE.

La supervivencia del círculo privado en que Pablo Iglesias convirtió la organización que fundó depende ahora de que Yolanda Díaz se digne conceder un ministerio a alguno (alguna, más bien) de sus miembros. El líder está a cubierto; se ha procurado una confortable tribuna como agitador en nómina de un magnate de los medios. Mucho más problemático es el futuro del resto, supeditado a que Sánchez y su aliada logren formar Gobierno y les abran en él algún hueco donde los más cercanos a la cúpula puedan acoger a un puñado de subalternos. Fuera del Gabinete, arrasados en las autonomías y los ayuntamientos, la mayoría de quienes durante los últimos cinco años han vivido al calor del presupuesto las pasará canutas para encontrar empleo.

El gran error del otrora orgulloso caudillo de la extrema izquierda ha consistido en minusvalorar a su sucesora designada y creer que había laminado la estructura profunda del viejo Partido Comunista. De tanto usar el piolet contra sus disidentes olvidó algo tan elemental como las complejas vueltas que da la vida. Al final menospreció también (como casi todos, justo es admitirlo) la habilidad de Sánchez para encontrar salidas imprevistas, y apostó por su desplome mientras trataba de zancadillear a Díaz y tomar posiciones en una eventual oposición frente a la presentida hegemonía derechista. Nada le ha salido bien; desde el fracaso ante Ayuso ha ido acumulando derrotas consecutivas hasta llevar a su organización a un estado literal de ruina.

Su capital político actual es de cinco diputados, insuficientes hasta para constituirse en grupo parlamentario. Le queda apenas un exiguo potencial de amenaza o de amago, un mínimo arsenal con el que reclamar que le hagan algo de caso y hacerse valer ante lo justo del resultado. Poca cosa más allá de su dudoso ascendiente mediático. La ‘populización’ del sanchismo le ha achicado el espacio y los cadáveres que sus purgas dejaron están a punto de salir del armario.