Iván Igartua-El Correo

  • El grupo de mercenarios al servicio del Kremlin es un ejemplo paradigmático de la deriva política de Rusia en los quince últimos años

Lo que ha llevado a Rusia al callejón sin salida (clara) de la invasión de Ucrania es un largo proceso preparatorio de militarización rampante y de férreo amordazamiento de las libertades civiles, derivado de la concentración de poder -de un poder omnímodo- en torno al Kremlin. En la decisión de agredir al país vecino bajo el pretexto manoseado de la defensa propia hubo de pesar, casi con total seguridad, el temor a que el modelo ucraniano de acercamiento a las democracias liberales tuviera a medio plazo un efecto indeseado de contagio sobre la sociedad rusa, lo que pondría en serio riesgo los pilares del régimen actual, laboriosamente levantados sobre las cenizas todavía humeantes del imperio soviético.

Acorazarse frente a la amenaza de una democratización pro-occidental suponía no solo resistir internamente -algo que a ojos de los mandatarios tenía todo el aspecto de ser una estrategia abocada a un fracaso lento pero irreversible-, sino tomar la iniciativa y lanzarse al ataque preventivo. A sabiendas de que la mayor parte del mundo condenaría la acción, pero con la confianza de que los países autocráticos y dictatoriales, como se confirmó al instante, no solo no se opondrían, sino que, en caso de necesidad, prestarían su apoyo a Putin. Vender la invasión como una liberación frente a los nazis ucranianos era peor que un sarcasmo: fue un dechado de pésima literatura, lo cual no quiere decir que no tuviera éxito entre los incondicionales.

En ese contexto, la expresión más acabada de acumulación de poder y militarización extrema es la empresa de mercenarios Wagner, conocida por sus operaciones -en plata, atrocidades- en varios países de África (entre ellos, Sudán, Mali, Libia o la República Centroafricana). Públicamente vinculado en exclusiva a la figura de Yevgueni Prigozhin, quien en tiempos fuera dueño de un negocio de banquetes en San Petersburgo, el grupo Wagner ha actuado de avanzadilla militar de la estrategia propagandística de Rusia en distintas regiones en crisis de África, donde la combinación de las injusticias sociales, las consecuencias aún patentes del pasado colonial y una percepción muy lejana de la realidad rusa ha contribuido a mantener en algunos ambientes cierto halo de simpatía hacia Moscú (como se ha podido ver estos días en Níger, donde se han desplegado pancartas con vivas a Putin).

Revertir procesos como los que ha experimentado en el pasado reciente Rusia sin cambiar de raíz el régimen es poco menos que imposible

Pero, aparte de sus funciones como brazo militar del Gobierno ruso -algo que antes se negaba compulsivamente contra toda evidencia y ahora ya no tanto-, Wagner es, en realidad, un síntoma paradigmático de la deriva política de Rusia durante los últimos quince años, al menos desde el momento de la intervención armada en Osetia del Sur. El espíritu de la ‘guerra fría’, asociado a la defensa constante del territorio patrio frente a las diversas amenazas externas -en primer lugar, naturalmente, la OTAN-, ha ido impregnando las distintas capas de la sociedad rusa y se ha incorporado, normalizándose, también al sistema educativo desde sus primeras etapas. La conversión de oligarcas de diversos sectores económicos en ‘señores de la guerra’ como Prigozhin -a quien, por cierto, ya se le ha encontrado sustituto- representa la cúspide de la pirámide dentro de una sociedad crecientemente militarizada. La estrategia parece infalible: mientras haya que estar alerta para responder al enemigo, la sociedad permanecerá unida y no se quejará de la merma de derechos.

No es, desde luego, casual que Wagner surgiera durante la primera agresión a Ucrania en el Donbás, en 2014. En su origen estaba, de alguna manera, su propio destino: el de apoyar, abierta o veladamente según el caso, al Kremlin en sus iniciativas bélicas. Por ello sorprendió tanto la rebelión -e inmediata espantada posterior- que protagonizó el grupo a finales de junio, acto que llegó a infundir esperanza a más de un incauto que creyó ver la posibilidad de una pronta liberación en lo que tal vez no era más que un mero conflicto de competencias. Tras los vítores a todas luces prematuros, las calles de Rostov, tomada esos días por los Wagner, quedaron rápidamente silenciadas: Putin, con la inestimable ayuda del presidente bielorruso, Alexander Lukashenko, había neutralizado la insurrección.

El problema de procesos como el que ha experimentado Rusia en los últimos años es que revertirlos sin cambiar de raíz el escenario político -es decir, el régimen- es poco menos que imposible. Observada desde fuera, cuesta creer en la capacidad de aguante de una sociedad sometida a todo tipo de restricciones; de unos ciudadanos para los que, en general, los derechos y libertades no parecen ser una prioridad. Quienes se resienten de esas limitaciones tienen hoy día solo tres opciones, dependiendo de su grado de involucración o protesta: el exilio, la cárcel o el silencio.

Mientras tanto, el Ejército ruso continúa bombardeando a la población civil ucraniana sin saber hasta cuándo y Putin sigue pensando que a sus súbditos les importan más la gloria militar y el esplendor nacional que sus libertades individuales. Lo terrible es que, hasta cierto punto, no le falta razón.