Con tanta transparencia como el sayal de una monja mercedaria, Sánchez y Puigdemont sellaron la primera fase del acuerdo diseñado para derribar el consenso de la Transición del 78. El delincuente de Waterloo controla la cadencia y el narciso del progreso se repantiga en el cómodo colchón de la Moncloa -¿verdad Begoña que aquí se está muy bien?- donde tiene previsto pasar al menos un par de legislaturas más. O las que sean. La idea es celebrar el centenario de la República con un referéndum sobre la forma del Estado y largar a la Corona con viento fresco al exilio, bien vía Cartagena o Estoril. Abu Dabi parece descartado. No es tan literario.
La que fuera presidenta balear cuando los abusos a menores tuteladas bajo su mandato, Fancesca Armengol, llámame Francina si us plau, ha sido investida tercera autoridad del Estado a cambio de unas pequeñas fruslerías reclamadas por los golpistas. Solicitar a Bruselas que gallego, catalán y vascuence sean de uso corriente en la Eurocámara; que asímismo las tres lenguas sean incorporadas a las Cortes nacionales con pinganillo ad hoc y que, ¡ah, caramba! se abra una comisión para investigar lo que denomina ‘cloacas’ del Estado y los atentados de las Ramblas, perpetrados según la teoría conspiranoica del secesionismo tanto por el CNI como por elementos varios del aparato del Estado español.
Señalar el comportamiento culposo del Estado español en aquel sanguinario episodio, que dio lugar a la manifestación encerrona montada por la caverna secesionista contra el Rey
Aceptar esas exigencias es poca cosa para Sánchez puesto que la matanza desatada en la arteria principal de Barcelona se consumó bajo un Gobierno del PP. La culpa fue de Rajoy, no de los pobrecitos yihadistas criminales. Tampoco le molesta demasiado al caudillo del socialismo nacional que esta cobarde concesión implique algo más que escarbar en el enigma del espionaje de Pegasus, -lo tiene blindado el amigo Mohamed- sino que se trata de legitimar exigencias que siempre han sido cruciales para el independentismo, como señalar el comportamiento culposo del Estado español en aquel sanguinario episodio, que fue seguido de una colosal manifestación-encerrona organizada por la caverna secesionista contra el Rey y las instituciones.
«Puigdemont se ha conformado con poquita cosa, es un blandengue, estos separatas son unas nenazas, no tienen media bofetada», se escucha en estas horas a las cacatúas del oficialismo, coreando en forma algo atropellada las consignas de la factoría de Ficción de los Migueles (Barroso y el otro). El delincuente de Waterloo es un zumbao, cierto, pero lleva cinco años mascando su venganza. No tenía otra cosa que hacer en su acolchada republiqueta pagada briosamente por todos los españoles. No se va a conformar con que el chuleta de Rufián machaque el catalán en el Hemiciclo -apenas sabe rebuznar en un idioma- o con que los ladridos de un bildu alteren el sesteo de algún eurodiputado en la Cámara de Bruselas
El segundo paso viene ahora, antes de la investidura, y pasa indefectiblemente por la amnistía, que nada tiene que ver, aunque los bolaños pretenden asimilarlos, con los indultos concedidos a los dirigentes de la sedición. La amnistía no consiste en perdonar la sentencia sino en borrar el delito, esto es, dejar jurídica y políticamente sentado que los golpistas fueron condenados por tribunales ilegítimos, en cumplimiento de unas leyes ilegales que fueron aprobadas por un Parlamento espurio e impulsadas por un Gobierno apócrifo, bastardo advenedizo y fuera de la ley.
Estos próximos cuatro años de sumisión de las instituciones al dictado de la caverna secesionista van a arrasar con el mayor periodo de diálogo, convivencia, prosperidad y progreso jamás conocidos a lo largo de la historia de nuestro país
No hay democracia alguna en el mundo que incluya la amnistía en su ordenamiento jurídico. Lo que pretenden los independentistas catalanes es, mediante esta iniciativa («el estado se compromete con el fin de la represión relacionada con el 1-O conta el independentismo con las vías legales necesarias», reza la ambigua propuesta inicial), a sentenciar de una vez por todas el régimen surgido con la Transición y la Constitución del 78, así como las leyes que de ellas emanaron y el edificio del Estado de Derecho levantado tras la consunción del franquismo. Es, como apunta Ignacio Varela, una «ley de punto final» que pretende la demolición del régimen de libertades y el marco de convivencia que nos dimos los españoles hace 45 años y que desemboca en un escenario de angustia e incertidumbre del que emana un hedor rancio y anuncia una época de resentimiento, venganzas, chantajes y rencor. Estos próximos cuatro años (y los que vengan) de sumisión de las instituciones al dictado de la caverna secesionista van a arrasar con el mayor periodo de diálogo, convivencia, prosperidad y progreso jamás conocidos a lo largo de la historia de nuestro país. A partir de ahora, todos somos Frankenstein porque la nación que conocíamos va a ser cruelmente cancelada. Mientras tanto, Feijóo y Abascal jugando a las zancadillas en el patio de la escuela.