ANTONIO R. NARANJO-EL DEBATE
  • Don Felipe sabe manejar los tiempos y la calma, pero quizá le toque ya preguntarse si debe o no aceptar todo lo que Sánchez quiere imponer
Cuando el Rey reciba el martes a Feijóo, el líder del PP deberá decirle la verdad: Señor, tengo 172 votos prácticamente garantizados, sumando mis escaños a los de Vox, UPN y Coalición Canaria. Y Sánchez, que precederá al gallego en la visita a La Zarzuela, no podrá mentirle tampoco: Majestad, de momento, dispongo del respaldo de 171 diputados: los míos del PSOE más los de Sumar, Bildu, el PNV, ERC y el BNG.
Sobre Junts tampoco podrá falsear la realidad en tiempo real: no tiene nada cerrado, como se ha encargado de repetir hasta la saciedad Puigdemont, que no necesita intérpretes interesados.
Basta con escucharle a él: solo negociará la investidura de Sánchez –o de Feijóo, por cierto– si antes de sentarse a hablar obtiene garantías documentales de que se aprobará una amnistía para los encausados por el «procés» y, ya sentados y cara a cara, se aprueba la celebración de un referéndum de independencia, no vinculante por razones legales ahora, pero decisivo para conseguir el objetivo ante la evidencia de que un respaldo mayoritario de Cataluña a su «Brexit» derribaría todas las barreras constitucionales de un modo u otro.
En ese momento, don Felipe tendrá dos opciones: designar a Feijóo, a sabiendas de que muy difícilmente logrará la investidura por el empeño del PNV en suicidarse poco a poco por alinearse con Bildu; o considerar que Sánchez al final pactará con Puigdemont y anteponerle a él en medio de una fuerte polémica doble.
Porque para el Jefe del Estado sería difícil de explicar que escoja a un candidato con menos apoyos cerrados que otro y porque, aún más, lo será incluso si termina aceptando que Sánchez sea presidente gracias a los votos de quienes, a cambio, imponen de manera pública y ostentosa unas condiciones lesivas para la Constitución y contrarias a las obligaciones y derechos que ésta le reconoce e impone: «El Rey es el Jefe del Estado, símbolo de su unidad y permanencia, arbitra y modera el funcionamiento regular de las instituciones».
Unas atribuciones recogidas en el artículo 56, punto primero, del Título II de la Carta Magna, regulador de las competencias de la Corona, que permite distintas interpretaciones: desde considerarlas un derroche de retórica hueca sin consecuencias formales hasta entenderlas como una invitación a rechazar a un candidato cuya única manera de prosperar sea someterse a partidos antisistema que no esconden que la única razón para permitir el nombramiento de un presidente es que él mismo va a ayudarles en su plan de demolición constitucional.
¿Puede el Rey designar a Sánchez, en definitiva, si solo es capaz de documentarle un número de diputados a su favor inferior a los de Feijóo? La respuesta parece negativa, salvo para quienes le adjudican el apoyo de Junts con la misma ligereza fáctica con que bautizan como «mayoría progresista» a la amalgama de partidos populistas, separatistas, conservadores, folclóricos, cantonalistas o comunistas que se agrupan a duras penas en torno al PSOE.
¿Y debe don Felipe designar, incluso tras ver fracasar a Feijóo, a un aspirante que solo tendrá posibilidades de ganar si antes acepta, por escrito, la convocatoria de una consulta en Cataluña sobre el inexistente derecho a la autodeterminación?
Si Sánchez fuerza la maquinaria de presiones al Rey al exigirle, sin demasiado disimulo, que ignore la disposición de Feijóo a intentarlo en su calidad de ganador de los comicios con más votos que su rival, aunque insuficientes en todo caso; la destroza del todo al ponerle frente a un dilema sin precedentes: el de obligarle a aceptar que le encargue su propia investidura a sabiendas de que solo la logrará si se rinde y pisotea los principios fundamentales de la Constitución, resumidos en su artículo 2:
«La Constitución se fundamenta en la indisoluble unidad de la Nación española, patria común e indivisible de todos los españoles, y reconoce y garantiza el derecho a la autonomía de las nacionalidades y regiones que la integran y la solidaridad entre todas ellas».
Ni una amnistía ni un referéndum ni extender los privilegios fiscales vascos o navarros a Cataluña son sobre el papel constitucionales, lo que técnicamente le permite al Jefe del Estado esquivar el encargo de Gobierno a un presidente que esté dispuesto a impulsar todo ello.
Provocaría un choque institucional, político, legal y social de consecuencias imprevisibles, sin duda, que explican la discreción del Rey y su tendencia sensata a calmar las aguas que otros agitan.
¿Pero acaso no la provoca también lo contrario y, puestos a saber qué profundidad y consecuencias tendría una crisis provocada por Sánchez, no es más decente que sea por defender la letra y el espíritu de la Constitución que por permitir que se descuartice, con un chantaje en vivo y en directo, sin protestar por ello ni hacer nada al respecto?
La pregunta, que tiene difícil respuesta, al menos es legítima: ni al Rey ni a nadie puede resultarle más sencillo mirar para otro lado ante un abuso que defender a los damnificados por él, mucho más numerosos pero, también, bastante más pacíficos. Sería muy triste que eso, paradójicamente, les penalizara.
Hay otra opción, que quizá trajera al corto plazo efectos negativos pero al menos sería intelectualmente decente: que todos acepten la inevitable ruptura, unos por acción y otros por omisión, y se pusieran de acuerdo en organizarla, con el mayor consenso, los menores daños y la mejor pedagogía. Porque si nadie está dispuesto a pelear por lo que es justo, en el sentido más noble y democrático de la palabra, que al menos no nos hagan pelear al resto por una batalla perdida y hablen con claridad de todo ello: ya se trataría solo de minimizar las bajas y controlar los daños. Sin más engaños.