Bernard-Henri Lévy -El Español
 

No es verdad que la contraofensiva ucraniana, como se está diciendo en todas partes, esté «descarrilando» y sea «un fracaso».

El Ejército ucraniano se muestra prudente, eso es cierto.

Ahorra medios y hombres.

Dispara con moderación porque sabe que sus reservas de munición no son infinitas.

No ataca, como hizo hace unos días en Robotyne, hasta después de largas semanas pasando el radar que despeja la zona, porque el Ejército ruso está transformando los territorios que ocupa en trampas gigantescas donde parece haber dejado toda clase de artefactos letales: minas antipersona Claymore, pequeños explosivos verdes llamados «minas pétalo», minas que cuelgan de los árboles y que nunca se ven venir…

También sabe que los rusos levantan sus campamentos en el interior de las escuelas y que, como en Yahidne, en el norte, cuando los enemigos creían poder someter a Kiev en ocho días, toman a los niños como rehenes y los encierran en el sótano a modo de escudos humanos. Por eso los ucranianos proceden con prudencia redoblada, con actitud vigilante y responsable.

Este Ejército, por decirlo resumidamente, comparte la doctrina de los voluntarios israelíes, los jóvenes veteranos de las Tsahal (Fuerzas de Defensa Israelíes) integrados en unidades especiales desde el primer día y a los que tuve la oportunidad de entrevistar: el primer deber de un líder es devolver a sus hombres con vida y el segundo, evitar las muertes colaterales de civiles.

Ya he visto de todo.

En Bajmut, Lyman, Zaporiyia o, más tarde, en Járkov, en las lindes de la frontera rusa, he estado siguiendo los pasos de las unidades que, con paso lento pero firme, hostigan y erosionan a los invasores.

Me he pasado buena parte del verano filmando a los valientes y sabios combatientes que, en todos los frentes, del sur al este, tanto en el Donbás que aún es libre como en las orillas del Dniéper, se preparan con destreza para el avance de sus tropas.

Este tiempo que se han dado los comandantes ucranianos, este tiempo de mesura y, llegado el caso, de la sorpresa, este tiempo que han empleado tanto en proteger a los hombres como en ganar, este tiempo no tiene nada que ver con los que maneja el Ejército ruso.

He podido entrevistar a algunos prisioneros de los rusos y me han confiado que los soldados de allí son considerados «carne» enviada al «matadero». Tampoco tiene nada que ver con los tiempos de los comentaristas presurosos y otros estrategas de plató. Uno se pregunta quién les dijo que esta contraofensiva sería «rápida» y que habría acabado «a finales de verano».

Tampoco tiene nada que ver con los de un Estados Unidos, que, después de tres interminables guerras que, hay que decirlo, perdieron en Vietnam, Irak y Afganistán, se atreve a decirles a sus aliados que «se den prisa».

Este tiempo es, simple y llanamente, el de los hombres y mujeres valientes que hacen la guerra sin amarla, que guerrean como personas muy civilizadas.

Además, si queremos acelerar las cosas, hay una forma y solo una, de conseguirlo: aumentar sin más dilación nuestro apoyo militar a Ucrania.

Sé que la opinión pública considera que ya les estamos prestando una ayuda considerable.

Y las cifras que siguen apareciendo en bucle en los medios de comunicación, los 40.000 millones de dólares en armas estadounidenses, los miles de millones en ayudas de Polonia, Alemania, Francia, el Reino Unido, etcétera, son vertiginosas.

Pero una cosa son las cifras y otra la realidad.

En primer lugar, porque parte de la ayuda prometida, en particular por Alemania, no ha llegado y, habida cuenta de la creciente presión de los prorrusos, puede que al final se quede por el camino.

En segundo lugar, porque, si nos ponemos a hablar de números, la absurda guerra de Irak, por poner un solo ejemplo, costó 50 veces más (¡sí, 50 veces más!) que la justa guerra emprendida por el pueblo ucraniano para recuperar su tierra y defender los valores democráticos.

Y sobre todo porque, por importante que sea la cantidad de ayuda prestada, no lo es menos su calidad y su adaptación a las necesidades de un Ejército que está en vías de salvar la paz en Europa.

He visto tanques suecos operando cerca de Lyman.

He visto obuses estadounidenses en Bajmut.

He filmado, de nuevo cerca de Bajmut, en una posición llamada «Macron», cañones franceses guiados por drones de bajo coste de fabricación ucraniana.

Pero ¿qué hay de los Scalp, los Storm Shadow y otros misiles tipo ATACMS que por sí solos nos permitirán atacar la retaguardia enemiga, romper sus cadenas de suministro y, como en Jersón en noviembre de 2022, obligarle a emprender la retirada?

¿Por qué se han «limitado» los pocos misiles de largo alcance que por fin han llegado a manos ucranianas? ¿Por qué todos los lanzamientos de este tipo de armamento se registran, se localizan y se transmiten escrupulosamente a los aliados, que quieren asegurarse de que no lleguen hasta Rusia y ofendan al señor Putin?

¿Y por qué hemos esperado tanto para empezar a autorizar la transferencia de los F-16, que son la condición sine qua non para que pueda darse una ofensiva conjunta bien ejecutada?

Confío plenamente en la victoria final.

He reunido suficiente información sobre la desmoralización de los soldados rusos «vendidos como esclavos» a empresas mercenarias como Wagner para tener claro que llegará el día en que un punto del frente acabará por venirse abajo y se llevará consigo a los demás.

Pero no consigo librarme de una extraña sensación.

Es como si no fuera el ángel, sino el demonio de la Historia quien estuviera moviendo los hilos que nos dirigen y quien estuviese calculando con exactitud lo que los ucranianos necesitan para aguantar, pero no para ganar.

Si ese fuera el caso, sería un error catastrófico.

Porque así es como se eternizan las guerras y como se acumulan los sufrimientos innecesarios.