JON JUARISTI-ABC

  • Nunca se ha visto un pico menos erótico que el de Rubiales a Hermoso

Noche del 13 de julio de 2010 en Madrid Río. El escenario levantado en la explanada había sido ocupado por la Roja en pleno, recién llegada de Sudáfrica con la copa del Mundial, y por sus técnicos y ‘grupis’. En todos ellos y en los cientos de miles de fieles que asistían a su apoteosis, predominaba un sentimiento de general jubilación, como habría dicho un gran poeta hoy cancelado. Cuando la fiesta amenazaba decaer, irrumpió en la tarima un hombrecillo bermellón armado de un micrófono inalámbrico. Nadie pareció reconocerlo hasta oírle entonar los primeros versos del único himno nacional cuyo estribillo saben cantar los españoles. Que viva España, España es lo mejor…

No había alcanzado Manolo Escobar la mitad de la letra cuando Reina y Ramos se abalanzaron sobre él y se lo llevaron en vilo para mantearlo, pero el cantante se escurrió hacia el suelo y se desplomó sin soltar el micrófono. Viendo que no colaboraba, ambos futbolistas se retiraron decepcionados. Escobar pudo terminar su actuación con una mueca indeleble de terror en el rostro, pero sin perder comba, como en los buenos tiempos.

Manolo Escobar cumpliría en octubre de ese año los setenta y nueve. Nunca había sido muy alto, ni añadiendo tupé y coturnos, aunque había mermado tanto que lo recibieron gritando Torrebruno, Torrebruno, oé, oé, oé. En mayo lo habían operado para extirparle un tumor intestinal, pero no pudieron detener la metástasis de la que moriría tres años después. Ni Reina ni Ramos pretendían jugar con él al lanzamiento de enano, como el malvado Belfort (DiCaprio) en ‘El lobo de Wall Street’. Todo lo contrario: en el fútbol, el manteo enaltece. Es un rito honroso, siempre que se practique entre iguales. De lo contrario, humilla y destruye a víctimas inconmensurables.

Los rituales del fútbol masculino han respondido siempre a niveles excesivos de testosterona, por lo menos fuera de los Estados Unidos, donde el ‘soccer’ se ha considerado tradicionalmente un juego de nenazas, en contraste con el fútbol americano. Fue en este último, paradójicamente, donde surgieron gestos codificados que oscilaban entre la obscenidad machista (agarrárselos) y el jugueteo ambiguo (la palmada en el trasero o el revolcón entre compañeros) y que pasaron después al ‘soccer’, en la medida en que una y otra modalidad iban perdiendo la connotación de deporte de caballeros que tuvieron en su origen, según lo explicó estupendamente Thorstein Veblen.

O sea, que el fútbol femenino nació ya en un campo minado por una gestualidad sexual sin erotismo, para uso exclusivo entre machos. El ósculo de Rubiales a Hermoso y su dubitativa palmada a media altura pertenecen a esa categoría. Nunca se ha visto un beso menos erótico en la historia de la lujuria, menos incluso que aquel morreo homosoviético entre Pablo Iglesias y Xavier Domenech.