·José Luis Zubizarreta-El Correo
- Nada quedaría del Estado de Derecho si en su mano estuviera la posibilidad de autodestruirse, poniéndose al servicio de la arbitrariedad
Urkullu escribió hace unos días un artículo respetuoso y sosegado sobre la necesidad de reconducir a sus términos originales la cuestión territorial. Acaba de pronunciarse Felipe González, preocupado por la deriva que está tomando en el país la cosa pública y los peligros que acechan las bases de la convivencia. Todo ello habrá pasado ya a segundo plano, olvidado por ingenuo o resentido, ante la fulgurante aparición mediática de un Puigdemont que, prófugo de una Justicia que lo requiere sin éxito desde hace años, le marca al aún pretendiente a candidato a la Presidencia del Gobierno la línea roja que tendrá que traspasar antes de iniciar siquiera conversaciones para otorgarle su imprescindible apoyo.
El lector no encontrará así hoy en la Prensa, por mucho que rebusque, más que artículos de información y opinión que habrán hecho de este último y peculiar personaje protagonista único de la política del país, sobre quien pivota el ser o no ser de su actual gobernabilidad. El mismo, por cierto, de quien el pretendiente a candidato dijo en la todavía reciente campaña que su palabra vale lo que vale, sus propuestas son papel mojado y él mismo es una mera anécdota, sirviéndome a mí ahora tan autorizada declaración de estímulo para la despectiva descripción que me he permitido del sujeto en cuestión.
Pero a este punto hemos llegado. De momento, la línea roja que el aún nonato candidato ha de traspasar es la promulgación, por vía de urgencia, de una ley de amnistía que no sólo libere a los condenados y encausados del ‘procés’ de las consecuencias penales de sus actos, sino que borre de su historial el propio delito que no habrían cometido. Y, de pronto, salen de la Academia los constitucionalistas que hoy pululan en nuestra Universidad con la abundancia y diversidad con que en el fútbol campean los centrocampistas para ponerse a la tarea de desmontar la creencia nacional en la que hasta ahora nos habían mantenido de que la amnistía no cabía en la Constitución. No era así.
Más allá de la constitucionalidad, se deben analizar la decencia ética y política de los actos
Resulta que, edulcorada como alivio penal o como desjudicialización, ajustada al caso particular y en absoluto generalizable, sí cabría, y de sobra, en una interpretación constructiva del espíritu de la sagrada Carta Magna. ¡Cómo podría ésta haber dejado a la política sin esa discrecionalidad que le permite gobernar como dios manda en un Estado que hemos declarado moderno y progresista! Nada importa que, más allá de su constitucionalidad, por relevante que sea, haya también de analizarse la decencia ética y política de los actos. Pues, como explicaba ayer el expresidente González en una atinada entrevista, la amnistía implica el vuelco total de la Justicia, al hacer del delincuente la víctima y de ella misma el opresor, que castigó sin causa a quien debía haber protegido. Nada quedaría del Estado de Derecho, si en su mano estuviera la posibilidad de autodestruirse, poniéndose al servicio de la arbitrariedad.
Añádase además una última observación. En política, los actos son buenos o malos por lo que valen en sí, además de por el fin que persiguen y que podría llegar a corromperlos. El caso de la amnistía, que se suma, en un proceso de dosificación progresiva, a los de los indultos, la derogación de la sedición y la modificación de la malversación, basa su legitimidad política e incluso ética en un relato que sus promotores han ido construyendo sobre la desinflamación del conflicto y la promoción de la convivencia que habría procurado en Cataluña.
Tal relato, de cuestionable veracidad y fuerza probatoria, oculta, sin embargo, otro que tiene que ver, por el contrario, con el poder y su mantenimiento. Esta oculta motivación pondría en cuestión la legitimidad de lo que pretende hacerse. Pero, para qué seguir, si Pablo Iglesias ya ha declarado a Felipe González «el gran amnistiado» de sus crímenes en la lucha antiterrorista. ¡Desesperanzador!