Olatz Barriuso-El Correo

Dice el tópico que la política es el arte de lo posible pero, en los tiempos que corren, parece más bien el de hacer tragar al personal con lo que parecía imposible sin que suceda nada. Al menos, en apariencia, porque, como avisa Felipe González, España no será consciente de que los cimientos invisibles del sistema se tambalean hasta que el edificio se derrumbe con estrépito. Pero, mientras, Pedro Sánchez y sus socios forzosos dan muestras de querer pisar el acelerador para la reedición de la «mayoría progresista» en versión ‘más difícil todavía’ porque a ninguno de ellos le conviene una repetición electoral que sería una ruleta rusa.

En noviembre de 2019, Carles Puigdemont era –igual que hoy, por cierto, hasta que una ley de amnistía diga lo contrario– un prófugo al que el candidato Pedro Sánchez se comprometía a traer a España para que rindiera cuentas. Hoy, el mismo expresident huido, el que echó a rodar la DUI para que no le llamaran judas, canta las bondades del diálogo político mientras la vicepresidenta Díaz le pone en bandeja una foto impensable hace unos meses y anuncia sus exigencias para la investidura de Sánchez como, si en vez de un paria arrinconado y en caída libre electoral, fuera el rey del mambo.

La cuestión es que la aritmética le ha devuelto ese papel estelar y, con las elecciones catalanas a año y medio vista, está dispuesto a aprovecharlo y restituirse no solo en lo personal sino sobre todo en lo político, que en su caso es prácticamente lo mismo. Eso es lo que se leyó ayer entre líneas en su comparecencia bruselense, una vez tamizada la épica unilateralista del ‘ho tornarem a fer’, perfecta para calentar la Diada y devolver algo de músculo a un independentismo exangüe. Lo importante, como reconocen los propios socialistas, no es tanto lo que dijo sino lo que no dijo. Por ejemplo, insistió en un referéndum de independencia que, según él, cabría en la Constitución. Pero no le puso fecha ni lo pidió para mañana, lo que, según interpretan sus interlocutores, significa que habrá investidura porque no se plantean «imposibles».

La amnistía, que supone comprar el relato de que hay un Estado opresor y unos demócratas oprimidos, no debe de serlo, al parecer. Así que, parece, sí, que habrá investidura. Los jeltzales no se sorprenden. «Está todo hecho», barruntan, no sin recordar que son los únicos que no han pedido para sí mismos, en clara alusión a los presos de ETA (Bildu), los indultados del ‘procés’, los malversadores, los sediciosos y, ahora, los huidos.

La convención constitucional del lehendakari y el melón territorial que exige abrir Andoni Ortuzar les permiten recobrar algo de pulso. El problema es que la triunfal metamorfosis de Puigdemont en clave de bóveda de la gobernabilidad de España deja a los posibilistas a los pies de los caballos, incluida ERC. El PNV exige el pago de lo que Sánchez ya les firmó en 2019 (y los socialistas se preparan para soltar algunas transferencias antes de la investidura) y la legislatura da signos de nacer coja. Por supuesto, no habrá referéndum de independencia –seguramente sí una mesa de diálogo territorial de quita y pon para ir tirando– pero tampoco estabilidad. Algunos no le dan ni dos años a este hipotético tercer mandato de Sánchez. Desde luego, las pugnas PNV-Bildu y ERC-Junts ante sus respectivas elecciones autonómicas y las señales que emite Podemos de buscar pelea a lo grande dentro de Sumar, no auguran nada bueno. Pero Sánchez volverá a la casilla de salida, ufano, y podrá seguir alimentando la leyenda del resistente y labrando su futuro.