IGNACIO CAMACHO-ABC
- Las circunstancias han juntado las mutuas necesidades de Puigdemont y de Sánchez frente a los preceptos constitucionales
Contra el vicio de pedir existe la virtud de no dar, dice el adagio. Puigdemont está en su derecho, o en todo caso en su interés, de exigir por sus escaños un precio político que no pagaría ningún dirigente sensato; el verdadero problema es que intuye, o quizá sabe, que Sánchez está dispuesto a otorgárselo. De ahí la extraordinaria arrogancia de su lista de peticiones, que no sólo incluyen el reconocimiento de la legitimidad del golpe secesionista como un impecable acto democrático sino una palinodia completa de la respuesta legal del Estado. Por más que los mecanismos mentales del prófugo no se rijan por el orden racional común, hay en su órdago algo que sugiere la convicción de que puede ganarlo, de que percibe en el Gobierno una abierta voluntad de pacto. Y esa percepción, fundada en precedentes recientes de ‘cambios de opinión’ elásticos, vulgo bandazos, es la misma que tiene hoy buena parte de los ciudadanos.
Cualquier persona medio informada es ya consciente de que la ley de amnistía, aunque reciba otro nombre, es un hecho al que sólo le faltan unos retoques jurídicos –por decirlo de alguna manera– antes de su presentación en el Congreso. Más aún: el proceso incluirá el desistimiento de la Fiscalía y la Abogacía en los pleitos de reclamaciones económicas a los insurrectos. Moncloa confía en que ésa, más la eventual aceptación de un mediador, puede ser una base suficiente para el acuerdo, pero si ‘Puchi’ decide que se trata sólo del comienzo no cabe descartar que las cosas lleguen más lejos. Vista la facilidad con que el presidente reconduce sus planteamientos nadie se atrevería a apostar en serio contra la posibilidad de alguna clase de referéndum. Sólo le importa la investidura y, cuando tras el intento de Feijóo empiece a correr la cuenta atrás, los escrúpulos se irán diluyendo a medida que cundan los nervios. La gran baza del inquilino de Waterloo se llama tiempo.
Bien es verdad que Sánchez podría negarse y forzar la repetición electoral presentándose como un gobernante responsable capaz de resistir el chantaje. Pero esa maniobra esconde para él riesgos palmarios, elementales. Significa tentar la suerte, exponerse a una mayoría de la derecha sin ninguna garantía de que en el supuesto más favorable no tenga que depender de nuevo, tal vez con más precariedad o más urgencia, de los separatistas catalanes. La reelección en otoño es pájaro en mano y ya se verá más tarde si conviene acortar la legislatura o se puede sacar adelante. Puigdemont lo sabe, y también que ahora tiene a su alcance la oportunidad de convertir su falsa aureola de mártir en la corona de laurel de un caudillo triunfante. Las circunstancias han juntado dos necesidades cuya mutua satisfacción sólo estorba el pequeño detalle de ciertos preceptos constitucionales. Poco obstáculo parece para quienes han demostrado que no hay principios que los paren.