Iñaki Unzueta-El Correo

  • Una ley de amnistía para los implicados en el ‘procés’ auspiciada por la voluntad de poder de Sánchez introduce otro clavo más en el ataúd de la Constitución

El 26 de septiembre de 1940 Walter Benjamin se quitó la vida en un pequeño hotel de Port Bou. Huía de los nazis que habían ocupado Francia y su objetivo era embarcar en Lisboa rumbo a Nueva York. Formaba parte de un grupo que pretendía cruzar por Los Pirineos la frontera con España; enfermo, portaba una pesada cartera con valiosos documentos que entorpecía su marcha. Cuando la policía española impidió al grupo cruzar la frontera, Benjamin, sin fuerzas y hundido porque iba a ser entregado a la Gestapo, se envenenó con una sobredosis de morfina. Sus restos permanecieron en el cementerio de Port Bou hasta 1945, pero la cartera con los documentos nunca apareció. Sin embargo, Benjamin tuvo la previsión de entregar una copia a Hannah Arendt que a su vez se los envió a Theodor W. Adorno, que los editó en Los Ángeles con el título de ‘En memoria de Walter Benjamin’ en 1942.

Los documentos, resultado de décadas de estudio y reflexión, desarrollaban en 18 tesis un concepto novedoso de historia que afectaba a la teoría del conocimiento y a los fundamentos epistemológicos y ontológicos de la disciplina. Según Benjamin, existían dos concepciones opuestas de historia. Una, que él denominaba historicista, según la cual un pasado ausente del presente, un pasado aplastado y que fue, se nos presenta como un almacén de viejos objetos y hechos inertes al que el historiador acude cada vez que reconstruye un acontecimiento. Desde la perspectiva historicista, los hechos son los hechos, lo importante es la facticidad de lo que ha llegado a ser, careciendo de relevancia todo lo demás. Se trata de un tipo de historia de vencedores y vencidos, que en todos los casos comienza con un «érase una vez» de un pasado inmóvil, fijo e inerte.

Frente a esta concepción, Benjamin sostenía que el pasado se mueve, pues se encuentra constituido por lo que fue y por lo que pudo ser. La historia debe contar los hechos y los no-hechos. Se trata de salvar todo el pasado, lo que aconteció y lo que pudo acontecer. Las esculturas de Chillida representan esta perspectiva cuando son observadas como una totalidad constituida por la materia fáctica del metal curvado y por los espacios vacíos que se conforman. Como dice Reyes Mate, «desde el momento en que el pasado no es cosa exclusiva de la ciencia histórica sino también de la recordación, la memoria puede abrir expedientes que la historia da por archivados».

Benjamin cepilla la historia a contrapelo y rescata lo que no llegó a ser para que el presente no sea una mera prolongación del pasado. La «recordación» construye el presente desde una mirada omnisciente sobre el pasado. Borges decía que «somos nuestra memoria» y la escritora Eudora Welty añadía: «Mi memoria es mi tesoro más preciado, es algo vivo, es tránsito. Mientras dura su instante, todo lo que se rememora se une y vive: lo viejo y lo nuevo, el pasado y el presente, los vivos y los muertos». «Somos lo que recordamos», concluye José María Ruiz-Vargas.

Creo que la perspectiva benjaminiana de historia es la que, descontextualizada y con torpeza, adoptó José Luis Rodríguez Zapatero y ha tenido continuidad con Pedro Sánchez y la Ley de Memoria Democrática. El pasado se encuentra también constituido por lo que no llegó a ser y sus expedientes deben encontrarse siempre abiertos para poder ser releídos y reestudiados. Según este planteamiento, la Transición fue tutelada y la forma de Estado y los contenidos de la Constitución, condicionados. Es el llamado Régimen del 78 con todos sus instrumentos jurídicos los que son ahora cuestionados.

Las injusticias del pasado no tendrían fecha de caducidad y los expedientes del pasado no pueden ser cerrados por una amnistía. Sin embargo, la clave de bóveda de la Transición fue una amnistía acordada por todas las corrientes políticas, el Estado social y democrático de Derecho no se fundó en torno a un alarde de memoria de los crímenes pasados, y el resultado de ello fue uno de los periodos más exitosos de la historia de España. Es verdad que la amnistía cierra expedientes del pasado, pero en ocasiones es fructífera, cuando incrementa la confianza en los demás y en las instituciones, cuando es el resultado de un acuerdo forjado en una encrucijada histórica excepcional.

Sin embargo, en las circunstancias actuales, una ley de amnistía para los implicados en el ‘procés’ significa cerrar los expedientes de la sedición y la malversación, decretar su olvido institucional, admitir que la labor de jueces y policías fue vana y que las leyes aplicadas son injustas. A mayor debilidad democrática, menor capacidad para exigir justicia. Una amnistía auspiciada por la voluntad de poder del presidente en funciones Pedro Sánchez, sin unanimidad de las fuerzas políticas, sin reconocimiento del daño causado y con la determinación de que volverán a transgredir las leyes, se asemeja a una unilateral ‘ley de punto final’, que introduce otro clavo más, ¿el último?, en el ataúd de la Constitución.