El jueves pasado, 14 de septiembre, Nicolás Redondo fue purgado del PSOE. Todo ello sin ninguna resolución, ningún escrito donde se explicasen los motivos de tal expulsión. “Por menosprecio a las siglas”, supimos después de aquel inexistente documento. Cabe suponer que Nicolás no tendrá intención de recurrir contra lo que no tiene noticia de que exista. Tan maltratado, deben quitarse las ganas de tratar de volver a la casa que fue suya y de su familia durante toda su vida.
En más de cien años, siempre hubo un Redondo en el PSOE, hasta ahora. Primero su abuelo Nicolás Redondo Blanco, condenado a la pena de muerte, luego conmutada, tras la derrota en la Guerra Civil. Hombre siempre socialista y antifranquista, que conoció la cárcel en la dictadura. Luego, Nicolás Redondo Urbieta, Nico el de la Naval, media vida bajo el franquismo, que le supuso detenciones, destierros y penalidades sin fin. El hombre que junto a Felipe González, Alfonso Guerra, Ramón Rubial, Enrique Múgica y poquitos más contribuyó a la refundación del PSOE en las postrimerías del franquismo. Después, Nicolás Redondo Terreros, secretario general de los socialistas vascos en los años terribles del terrorismo.
Esa purga, tan desabrida, tan enloquecida, plantea un problema ético: ¿Quién maltrata realmente las siglas del PSOE? ¿El que es crítico con su política actual, y Nicolás lo era, o el que pretende llevar a cabo políticas que dividen y enfrentan a la sociedad española? Porque esa expulsión abre un abismo en la razón de ser del PSOE. ¿Desde cuándo pensar distinto, y decirlo, ha sido delito de opinión en el PSOE? Felipe González fue Secretario General del partido durante 23 años (1974–1997), donde las discusiones fueron de todos los colores, pensemos en la OTAN o en la huelga del 14–D. Jamás se echó a nadie por pensar distinto a la dirección. Pero cuando estas cosas suceden, sí, lo que asoma es un inevitable perfume a decadencia. Y quien ahora muestra su satisfacción por ese diktat puramente soviético, quien lo aplaude, ha de saber que el precio es el silencio y la desmemoria, y con él, la desfiguración de la historia del PSOE.
Por eso, decía, dice y dirá que una investidura no puede ser nunca al precio de una amnistía que condena y corrompe la Transición, que desfigura y anula la amnistía de 1977, que rehabilita los hechos golpistas en Cataluña
Soy amigo de Nicolás desde hace décadas, desde que ambos vestíamos pantalón corto. Porque es un hombre bueno y siempre admiré de él su incapacidad para el mal gesto, su ineptidud para alzar la voz como fórmula para zanjar una discusión. Son las virtudes que prefiero, las mejores, porque hablan del respeto hacia el diferente por más que sean las discrepancias. Creo que es una obligación cívica imprescindible, también y sobre todo en el hombre político. Por eso, porque socialismo es libertad, es imposible no aborrecer la decisión de expulsarle de la que fue su casa desde niño.
Nicolás ha sido toda su vida un firme defensor de la Transición Democrática, que nos reconcilió a los españoles, que cerró la página negra por la que discurrió la historia de España en los dos últimos siglos, como un manantial de desdichas y tragedias que envolvían nuestro país. Por eso, decía, dice y dirá que una investidura no puede ser nunca al precio de una amnistía que condena y corrompe la Transición, que desfigura y anula la amnistía de 1977, que rehabilita los hechos golpistas en Cataluña del 1 de octubre de 2017, y que humilla a una ciudadanía que tiene derecho a vivir bajo el imperio de la Ley, pero nunca de lo arbitrario.
Nicolás piensa que si un gobierno se sustentara sobre tales bases, sería un triunfo del integrismo propio de nuestro nefasto siglo XIX, el de los absolutismos, las guerras carlistas, las asonadas, los pronunciamientos y golpes de estado, la república fracasada en su propio extravío… Que el Sr. Puigdemont es un supremacista de extrema derecha. Que de ese modo, en un pacto con él, quedaría anulado el esfuerzo colectivo de la Transición, que unió a los españoles, modernizó e hizo confiada y abierta a España mediante un pacto constitucional que integró en su trayectoria democrática a todos.
Nicolás piensa también que una repetición de elecciones es siempre la máxima irresponsabilidad de la clase política. Que es obligado en democracia entenderse con el distinto, aquí el PP, que con más de 8 millones de votos -el 33% de los votantes- ganó las elecciones del pasado 23 de julio. Que, aun por más errores que cometa el PP, y los comete, no hay derecho a despreciarlo. Que no podemos volver a ser una anomalía europea, allá donde el resultado electoral no llevaría más de cinco minutos en obligar a que los dos principales partidos se pongan de acuerdo. No sería un gobierno de progreso, sino de regreso, también de retroceso, que corrompe la historia, enreda a la gente y nos vuelve a la parte oscura
Ahora le echa la dirección del PSOE, presidida por una persona que tiene a gala su incapacidad de llegar a ningún tipo de entendimiento con esas siglas, PP, que tienen detrás a más de ocho millones de españoles, y así desdeña aquellas palabras de Adolfo Suárez sobre la Transición: “La obligación de entenderse con el distinto, con el diferente, con el otro español que no piensa como yo y que, sin embargo, no es mi enemigo sino mi complementario, y con el que tengo necesariamente que convivir porque solo en esa convivencia él y yo podemos defender nuestros ideales”.
Se permiten llamar dinosaurios a Felipe González y Alfonso Guerra, y a tantos socialistas que ya no callan en su derecho a decir lo que piensan. Es un acto de desvarío
Pueden ser formas diferentes de pasar a la historia. Prefiero la de Nicolás Redondo antes que la actual dirección del PSOE, que con sus aliados de la derecha supremacista catalana, con ERC, maestra en propiciar golpes de estado –en 1934 contra la República, en 2017 contra nuestra democracia–, con los herederos del terrorismo –Bildu– que arrasó a sangre y fuego el País Vasco durante más de cuatro décadas. De seguir esos pasos se estaría pactando con los peores, con los enemigos de nuestra Constitución y nuestra democracia. No sería un gobierno de progreso, sino de regreso, también de retroceso, que corrompe la historia, enreda a la gente y nos vuelve a la parte oscura, decimonónica, de esa desdichada historia que creíamos superada para siempre.
Se permiten llamar dinosaurios a Felipe González y Alfonso Guerra, y a tantos socialistas que ya no callan en su derecho a decir lo que piensan. Es un acto de desvarío. En la historia de las sociedades, desde siempre, los mayores de la tribu fueron siempre respetados y consultados. Con desprecio de su sabiduría y de su experiencia, solo lo peor sucederá.
Sé que Nicolás ni ha callado ni callará, así ha sido toda su vida, y en esto son aplicables los versos de Quevedo: “No he de callar, por más que con el dedo, ya tocando la boca o ya la frente, silencio avises o amenaces miedo”. Como sé también que cuando una purga sucede así, al más puro estilo intolerante, es la luz la que se apaga para todos.
Y sabemos que a Nicolás se le puede y debe aplicar, por siempre, la idea de Albert Camus: “Nací en la izquierda y en ella moriré, a pesar de ella, a pesar de mí”. Pues se trata siempre de la izquierda verdadera que no es otra, lo será siempre, que proclama libertad, igualdad y fraternidad”. Otra cosa distinta sería que el PSOE, buscando el pacto con los peores, terminara en los valores de la antiilustración.
Nicolás no es hombre que se arredre, que baje la cabeza, es otra de sus virtudes impagables. Y tiene la razón de la inteligencia y de la historia, y por tanto de nuestro futuro. Allá donde Nicolás esté, estaré con él.