Olatz Barriuso-El Correo

  • El golpe de efecto de Sánchez con Puente, al margen del nada elegante ninguneo a Feijóo, diluye el debate de fondo de la amnistía en el ruido de costumbre

Partamos de una premisa clara: todo lo que se hace en política, sobre todo si es con sigilo, busca provocar algún efecto en beneficio de quien toma la iniciativa. Algo nos deberíamos haber olido cuando Patxi López, en vísperas de la sesión de investidura, contestó con un inquietante «la curiosidad mató al gato» al ser preguntado por algo en principio tan natural como el encargado de dar la réplica a Alberto Núñez Feijóo en el turno del PSOE. Así que cuando Óscar Puente hizo su estelar aparición en la tribuna la sorpresa general fue genuina y las caras de estupor alcanzaron no sólo a la bancada del PP, sino hasta a algún locutor radiofónico, no precisamente sospechoso de azote sanchista, que no disimuló su incredulidad y su disgusto y los mostró al mundo.

Estaba, así pues, conseguida la razón de ser primordial de todo golpe de efecto: descolocar. Sin embargo, tras la intervención matinal de Feijóo – que incluso quienes van a votar en su contra calificaban en privado de «razonable», aunque estéril–, resultaba, como mínimo, arriesgado, hacer descansar la contraparte socialista en el diputado más bronco de la bancada. De perfil «macarra» en palabras de Pablo Iglesias, que –cada loco con su tema– lamentaba que la «progresía» no acusase a Puente de crispar como hacían con él. No fue el único que, desde la izquierda, arrugó el gesto ante el desprecio al candidato popular, un ninguneo, convengamos, nada elegante y que, para muchos, no hacía sino ahondar en el descrédito del debate parlamentario y en la distancia entre las Cortes y el pueblo.

Pudo, por lo tanto, haberse pasado de frenada el presidente en funciones en su afán por subrayar lo infructuoso de las largas horas de debate en torno a un proyecto inviable por falta de apoyos. En su interés en ridiculizar una tentativa condenada al fracaso y caricaturizada como moción de censura encubierta al utilizarse para atacar a un candidato nonato, el propio Sánchez, que ni siquiera ha recibido aún la propuesta del Rey.

Es cierto que Feijóo pasó deliberadamente por alto que los votos de Junts que dijo no negociar por dignidad y responsabilidad de país habrían expulsado directamente a los de Vox de la ecuación, alejándole de La Moncloa. Pero también lo es que su discurso pretendía ser un aldabonazo sobre la ruptura de los consensos básicos de la democracia, una reivindicación de la vigencia de lo construido en la Transición, que le posicione en la centralidad como depositario del eventual voto útil de la derecha en caso de repetición electoral.

El PSOE defiende la elección de Puente como un toque de atención ejemplarizante sobre la «falacia» de dejar gobernar a la lista más votada en un sistema no presidencialista. Para ese cometido valía el rehabilitado exalcalde de Valladolid y no el portavoz titular López, que gobernó en Euskadi sin ganar las elecciones… pero gracias al apoyo del PP. Sin embargo, el fin último de la maniobra quedó claro cuando Puente se lanzó en plancha a sembrar dudas sobre el liderazgo de Feijóo, su durabilidad (las comparaciones con Casado fueron una constante) y la idoneidad de su candidatura. De eso iban, por supuesto, las alusiones a la «fariña» gallega y a una Ayuso vestida de rojo y aclamada la noche del 23-J en el balcón de Génova.

El ruido habitual para diluir la cuestión de fondo que Feijóo introdujo a bocajarro nada más subir a la tribuna: el encaje de la amnistía en una democracia consolidada como la española. La ‘performance’ del exalcalde haría a muchos pasar por alto que, mientras tanto en Barcelona, el president Aragonès daba el borrado de los delitos del ‘procés’ por asunto resuelto. Cerrada ya esa carpeta, pactemos el referéndum, animó. Pero la cortina de humo caía ya, espesa, sobre el hemiciclo, entre pataleos y voceos de sus perplejas señorías.