Las convicciones de gobernantes y jueces contra el maltrato a las mujeres están fuera de lugar, porque tienen la obligación legal de erradicarlo. La concentración del Consejo del Poder Judicial a las puertas de su establecimiento remite a la perplejidad con la que Woody Allen definía las dimensiones de la crisis: «Mi psicoanalista me llama llorando a las tres de la mañana».
Habíamos resistido el lento crecimiento de las víctimas mortales de la violencia contra las mujeres en este último trienio: 58 en 2005, 68 en 2006, 71 en 2007, 15 en lo que llevamos de 2008. Si los asesinatos continuaran a este ritmo, para finales de año habríamos rebasado el centenar.
Al producirse cuatro el mismo día, el amontonamiento se ha convertido en noticia. Los candidatos tuvieron que alterar su plan de campaña y explicar qué piensan hacer para atajar la enfermedad. Habría sido hermoso que se pusieran de acuerdo. ¿Por qué posponer el asunto y esperar hasta la formación del próximo Gobierno para convocar a los lehendakaris antes de meter mano a un tema insoportable? Todas las autonomías menos una están gobernadas por el PSOE o el PP. Bastaría con un acuerdo entre Zapatero y Rajoy, extensible posteriormente al Gobierno vasco, para empezar a hacerlo operativo, para anticiparse al próximo asesinato.
El acuerdo tendría, además, ventajas de imagen para los candidatos, disminuiría su crispación y transmitirían con eficacia el mensaje que tratan de colocar a toda costa: que anteponen su voluntad de resolver los problemas a sus legítimos intereses electorales. Tal vez deberían acordar, y proponer al resto de los partidos, un pacto de tolerancia cero contra la violencia por razón de sexo o de género, que siempre lo llamamos amor cuando queremos decir sexo. Podrían empezar por un acuerdo básico: no permitir que nadie con antecedentes por malos tratos desempeñe ningún cargo orgánico en ningún partido democrático.
Erradicar este mal puede que sea tarea para muchos años y mucha educación. Los países bálticos nos llevan décadas en la igualdad de la mujer con el varón y los malos tratos continúan. Quizá fuera conveniente revisar la ley a la vista de los datos, por ver en qué puede ser mejorada. No estaría de más definir el mal con la mayor precisión posible y atacarlo sin confundir papeles ni responsabilidades. Kontxi Bilbao, la parlamentaria de la hijuela vasca de Izquierda Unida que fue condenada por el Tribunal Supremo junto a Atutxa y Gorka Knörr por negarse a disolver el grupo batasuno, hacía ayer un enunciado manifiestamente mejorable. «La violencia de género no es menor que la de ETA y merece la misma atención», dijo, equivocando aparatosamente el género de la violencia. ¿Pensará que esto tiene arreglo si Eguiguren empieza a reunirse en el famoso caserío de Elgoibar con el Arnaldo Otegi de los maltratadores?
No se acaba de ver tampoco qué hacía el Consejo General del Poder Judicial manifestándose casi al completo a las puertas de su establecimiento, en una moda que viene de arriba. El Gobierno vasco fue pionero en concentraciones para protestar contra los secuestros etarras y en manifestaciones contra ETA en su conjunto. Incluso llegó a secundar una huelga general que los partidos y sindicatos de Lizarra convocaron el 12 de abril de 1999 para protestar contra el suicidio del etarra José Luis Geresta Mujika 20 días antes.
Los gobernantes y los jueces no deben manifestarse corporativamente. Ese es un derecho de los ciudadanos. Ellos tienen la responsabilidad de hacer cumplir la ley y de aplicarla. Sus convicciones contra el maltrato están fuera de lugar, porque tienen la obligación legal de erradicarlo. La concentración de los jueces remite a la perplejidad con la que Woody Allen definía las dimensiones de la crisis: «Mi psicoanalista me llama llorando a las tres de la mañana».
Santiago González, EL MUNDO, 29/2/2008