José Alejandro Vara-Vozpópuli

Acusar a Feijóo de agitador callejero, cual hizo Sánchez sin pestañear, es como calificar a Marlaska de íntegro o decente. Una enormidad con escasas posibilidades de prosperar. Hay que ser muy obtuso para tragarse la trola. O formar parte de la cofradía del progreso, esos comulgantes que engullen sin rechistar las ruedas de molino que se expiden diariamente desde Moncloa. Por lo demás, el presidente en funciones ni le pidió el voto ni habló de amnistía. Todo está consumado. Entregará a los golpistas cuanto le reclamen, por muy elevado que sea el precio, tal y como le aconsejaba El país este lunes mediante una encuesta admonitoria. Mira, Pedro, le venía a decir el panfletillo global del movimiento, como haya que repetir elecciones no sólo el PP podrá alcanzar la mayoría absoluta sino que tú y tu preciada cohorte de tragaldabas os vais a ir a freír espárragos.

El gran narciso está preocupado, dicen algunos corifeos, porque el pastelero de Waterloo le provoca, con su actitud intransigente y retadora, una ataque incontenible de hipersudoración. Hoy exige la luna y mañana, la osa mayor. Si petit Aragonés reclama la Cibeles, él quiere la Puerta del Sol. Si Illa aparece en el telediario él reclama todas las tardes con Ana Rosa. Un nacionalista, sabido es, carece de límites. Esa es su esencia. Si alcanzase su objetivo se quedaría sin meta, sin espejuelo que vender a su feligresía, se convertiría en un político al uso que debería trabajar, gestionar, ofrecer resultados, esforzarse por el progreso de la gente. El nacionalista es otra cosa. Chapotea en el victimismo, culpa a los demás de sus desdichas, no asume responsabilidades, ni errores propios de modo que no necesita dar explicaciones ni justificar sus acciones. En su variante catalana, al nacionalista le basta con entonar Els segadors mientras empuña una estelada y da grititos a Pujol y al Barça. Se trata de un mensaje reaccionario y cavernícola que antepone la tribu al individuo y en el que no es preciso el argumento o la razón. Es un rebuzno colectivo. Basta con decir «¡puta España!» cada diez minutos y ya te entregan el carnet.

El forajido pretende también que el acuerdo recoja el despliegue de embajadas, los relatores y hasta, un suponer, el salario de su esposa que se desempeña en esa emisora de la Diputación de Barcelona que nadie escucha

Se advierte estos días de febriles contactos que Puigdemont es imprevisible, capaz de cualquier cosa, como un asno desbridado o un macaco con una ballesta. Quizás. Los sherpas de Moncloa que procesionan al palacete belga regresan cariacontecidos, como si el guion se hubiera torcido cuando parecía todo expedito. «Imposible fiarse de un monstruo», musitaba este fin de semana un acólito de Bolaños, que ahora exhibe un gesto ceñudo y desapacible. No le basta con la amnistía y el referéndum. El forajido pretende también que el acuerdo recoja el despliegue de embajadas, los relatores y hasta, un suponer, el salario de su esposa que se desempeña en esa emisora de la Diputación de Barcelona que nadie escucha.

Sánchez está inquieto. No sólo por los delirios de Junts, sino porque se acerca la Fiesta Nacional y tiembla ante la pitada que le espera. «¿En serio me estás diciendo que nosotros instigamos los pitidos?», le preguntó un Feijóo pasmado al escuchar la acusación (parece ser que se tutean). «¿En qué país democrático estamos en el que la gente no puede manifestarse?», le añadió. El único presidente europeo que no puede pisar la calle tiembla ante la imagen del Paseo de la Castellana, el desfile militar, la Familia Real en pleno, los españoles con las banderitas correspondientes y una sinfonía de chiflidos difícilmente camuflable. Han movido un centenar de metros el sitial de autoridades, para alejarlo de la protestona plebe. El público de la parada castrense abomina del personaje y no evita mostrarle su desapego emocional. También le coreaban lindezas a Zapatero, que permanecía inmutable. Tiene más cuajo.

Isabel Rodríguez, la portavoz, insistía el martes en la misma copla desde su taburete en la sala de Prensa del Consejo de Ministros. «Cuando no gobierna el PP, la Fiesta Nacional es la fiesta del insulto, del pataleo, la frustración y los berrinches«. Quizás la hipérbole sea una costumbre acendrada en Puertollano, a saber, pero hay exageraciones que producen tanta hilaridad como un monólogo de Emejota Montero. En cuanto a los berrinches, de momento quien lloriquea por adelantado es el sumo caudillo de la gran familia socialista. Hay tanto placer en el llanto. Ovidio. No es el caso.

Se enervan porque unas buenas gentes desbordan plazas y avenidas en Madrid y Barcelona en defensa de la democracia y, sin embargo, no tienen empacho en darse biquiños con los partidos que tomaron al asalto autopistas, aeropuertos, instituciones, consejerías, un Parlament… esos no instigan más que paz y convivencia, tolerancia y voluntad de amoroso reencuentro. Por ejemplo, el partido de Quim Torra, racista furibundo, árido payaso que presidió la Generalitat y jaleaba a los matones de los CDR al grito de ‘Apreteu i feu bé d’apretar‘. ¡Ah pero Feijóo! Él es el gran culpable, el agitador radical que pretende poner España patas arriba el 12 de Octubre para entorpecer las negociaciones del postulante con sus socios de la cuadrilla de la demolición. Hasta el jueves, el acoquinado caudillo vivirá un purgatorio.