Nicolás Redondo, eleconomista.es, 10/6/11
La crisis económica en España ha generado alrededor de cinco millones de parados. Un ejército inmenso de personas que no sabe qué va ser de ellos el día o la semana siguiente, o si podrán mantener escolarizados a sus hijos el próximo curso.
Ciudadanos que se levantan por la mañana sin nada que hacer, desanimados, dispuestos a realizar cualquier trabajo temporal que les permita capear las acuciantes necesidades propias o de sus hijos a cambio de lo que buenamente les ofrezcan. Jóvenes que pasan las mañanas sin nada que hacer en casa de sus padres, sin poder pensar ni soñar en independizarse.
Este panorama dramático, encubierto por los fríos números de la encuesta de población activa, esconde miseria, mezquindad, desánimo personal, desapego a lo público, indiferencia por lo que sucede, desidia entre la política, picaresca empresarial -aunque sería necesario diferenciar los verdaderos emprendedores de los oportunistas sin escrúpulos de ningún tipo-.
Alrededor de esta angustiosa situación, todo parece desenvolverse con apática rutina. Las elecciones municipales y autonómicas han dado un vuelco sorprendente que, sin embargo, no ha generado ilusión en los ganadores, inmovilizados por la gravedad de la situación en las haciendas locales y municipales, ni un diagnostico acertado en los vencidos, que mantienen el gesto como si tal cosa.
Los empresarios y los sindicatos han perdido la gran oportunidad de autorregular su comportamiento en el ámbito laboral, encorsetados por sus intereses más propios y olvidando los de carácter general, resultando grotescas sus pobres justificaciones cuando las colas del Instituto Nacional de Empleo dan la vuelta al país entero. Vemos atónitos a los mandatarios de las cajas de ahorros ir y venir, como pollos sin cabeza, sin conocer exactamente el estado de sus cuentas.
España ha cambiado
Coincidiendo con esta desconsolada realidad, los políticos, sobrepasados por la profundidad de la crisis, se intercambian discursos huecos, enzarzados en sus pequeñas lizas, en sus muy ruines pretensiones, creando un pesado ambiente de pesimismo o, en el mejor de los casos, pregonando un optimismo que nadie comparte.
Es cierto que la situación es grave. Podemos decir, incluso, que gravísima. Pero este país ha cambiado mucho en estos 30 años: no hemos administrado mal el dinero que llegaba de la UE, tenemos unas infraestructuras que vertebran el territorio nacional por primera vez en nuestra historia, los puertos españoles están a la altura de los mejores, los aeropuertos nos garantizan una comunicación magnífica con el resto del mundo y los periodos de bonanza económica han generado poderosas multinacionales.
Telefónica es una de las grandes empresas mundiales en su sector, los dos grandes bancos españoles se desenvuelven entre las grandes entidades financieras internacionales y no es infrecuente ver representantes de empresas españolas en otros países compitiendo de igual a igual. La sociedad española ya no es aquella agraria e inmovilista.
Ha demostrado su empuje en momentos complicados y, en todo caso, si hemos caído en errores o en vicios de comportamiento, han sido los mismos con los que se han dado de bruces otras sociedades occidentales. Si tenemos unos servicios sociales que hoy parecen difíciles de mantener, lo mismo sucede en el resto de Europa.
Si hemos vivido por encima de nuestras posibilidades, también lo han hecho nuestros vecinos? no somos muy diferentes al resto, mal que les pese a algunos patriotas de pacotilla enardecidos con las diferencias, aunque éstas supongan despeñarnos por el precipicio.
Y, sin embargo, el desanimo está ahí. Se puede palpar. Lo nota cualquiera que lo quiera ver. La diferencia con el resto, la causa de esta tristeza colectiva, no la ha provocado exclusivamente la crisis económica. La seguridad de no tener los instrumentos necesarios para su superación, la desconfianza en la clase política y, sobre todo, unas instituciones poco enraizadas en la conciencia colectiva han colaborado en ese clima de desesperanza.
Discurso utilitarista
El problema no es sólo económico, es inicialmente político. No vemos la salida del túnel porque no existe un discurso nacional sobre el diagnóstico y las soluciones adecuadas, y no se da ese imprescindible discurso nacional porque durante estos últimos años el Estado, el concepto de Nación, se ha relacionado con la capacidad de satisfacción que proporcionaba a la sociedad.
El discurso ha sido exclusivamente utilitarista: se renunció muy pronto a defender los símbolos, lo que nos une, se instaló el relato de lo doméstico, de lo cercano, de lo práctico, renunciando a los valores que articulan una sociedad y que impulsan a las naciones en momentos de dificultad.
La izquierda española -heredera de un complejo de inferioridad respecto a los nacionalismos denominados históricos- ha intentado jugar el papel de abogado defensor de una pluralidad, que tuvo en su inicio mucho de artificial, basada en un protagonismo exagerado de estas fuerzas periféricas en la política nacional, lo que provocó un efecto de dispersión en las autonomías gobernadas por partidos no nacionalistas.
En suma, esa izquierda se ha mostrado incapaz de convivir con el concepto de nación como lo hace el resto de fuerzas socialdemócratas de nuestro entorno. Me decía hace unos meses un reputado militante socialista, hoy en un dulce y cómodo retiro, que estaba deseando que llegara el día de la fiesta nacional francesa para acudir al consulado y poder gritar sin complejos, a pleno pulmón ¡Vive la France!, viva la nación de hombres y mujeres libres e iguales? es decir, de ciudadanos.
La derecha, que ha carecido de este complejo, en ocasiones ha enfatizado los aspectos más folklóricos, y atemorizada, sin ninguna razón evidente, por un acuciante complejo de legitimidad ha relacionado la nación con reivindicaciones moralmente intachables pero parciales, y cuando ha intentado hacerlo de forma global, ha recurrido al patriotismo constitucional, que tiene sentido en un país sin incertidumbres como Alemania, para evitar el qué dirán.
Y, justamente, en esta difícil coyuntura se echa en falta una actitud conjunta que nos permita afrontar las dificultades con un discurso que exija el esfuerzo compartido por encima de las fronteras autonómicas. No es el momento de gastar todas las energías en la búsqueda de votos nacionalistas para aprobar unos presupuestos o salvar el orgullo por la gestión de esta o de aquella autonomía.
Se trata, al contrario, de definir grandes acuerdos nacionales en una actualización de los lazos que definen nuestra historia común y en la búsqueda de un mejor futuro compartido y plural, en el marco de la Constitución del 78, que es la esencia de nuestro sistema democrático.
Nicolás Redondo. Presidente de la Fundación para la Libertad.
Nicolás Redondo, eleconomista.es, 10/6/11